La imagen de Dios como padre

Se nos ha enseñado frecuentemente a mirar a Dios como padre. Jesús, que llamaba a Dios Abba («querido Padre»), dijo a sus discípulos: «Orad de este modo: "Padre nuestro que estás en el cielo"» (Mt 6,9), indicando que tenemos una relación similar con Dios. Muchos se han sentido alentados por esta imagen de Dios como padre o madre y, como consecuencia de su uso, han logrado llegar a un amor de Dios que les resultaba imposible cuando Dios les parecía intimidante. Normalmente, sin embargo, cuando predicadores y maestros hablan de Dios como padre o madre, suscitan imágenes de un niño pequeño con su padre o su madre: «Dios nos tiene en su brazos como una madre a su hijo». «Dios quiere consolarnos y confortarnos como un padre acaricia a su hijo». «Dios recibe a los pecadores como un padre o una madre reciben a un hijo díscolo». «Dios nos castiga como un buen padre lo hace para nuestro bien»... A veces, naturalmente, estas imágenes son apropiadas para una persona adulta. Pero ¿cómo reacciona a esas imágenes un padre de 45 años de edad, que trabaja a tiempo completo y tiene hijos pequeños? ¿Cómo reaccionas tú?

Propongo que la relación entre un hijo adulto y su padre o madre refleja mejor la relación que Dios desea tener con nosotros, adultos. Pensemos por un momento en la relación entre una persona adulta y sus padres. A medida que, en la edad adulta, maduramos, nos hacemos como iguales con nuestros padres. Por supuesto, siempre serán nuestros padres; siempre serán «mamá» o «papá», y continuaremos considerándoles con una especie de reverencia, porque les debemos habernos engendrado y educado. Pero, con la excepción de circunstancias muy especiales, no esperamos que nos tomen en sus brazos. Ni tampoco esperamos que nos digan qué hacer con nuestras vidas, aunque algunos padres no parecen renunciar nunca al deseo de decirles a sus hijos lo que tienen que hacer. Más bien, nos hacemos como iguales a ellos al desempeñar el mismo papel de adultos que ellos han ejercido. Ahora que sabemos lo que la edad adulta conlleva, crece nuestra simpatía hacia ellos, porque caemos en la cuenta de lo que para ellos supuso ganarse la vida y educarnos en nuestra infancia y, sobre todo, en nuestra juventud. Podemos encontrarnos en situación de tratarlos como buenos amigos, confiando en ellos sin esperar que carguen sobre sus hombros con el peso de situaciones que, sabemos, sólo nos incumben a nosotros.
Yo creo que este tipo de relación entre un hijo adulto y sus padres se parece más a lo que Dios quiere de nosotros cuando entramos en la edad adulta. Además, me parece que un mayor número de adultos encontrará la predicación y la enseñanza más atractiva, estimulante e incluso apasionante
si los que nos dedicamos a estos ministerios empezamos a usar esas imágenes cuando hablamos de nuestra relación con Dios. ¿Qué te parecen estas ideas? (William A. Barry, SJ - Una amistad como ninguna)

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