Cuando una persona alza su mirada hacia Él, hacia Jesucristo, le sobreviene una transformación, en comparación con la cual la mayor revolución es una nimiedad. Consiste, sencillamente, en que quien alza la mirada hacia Él, cree en Él, puede llamarse y ser aquí en la tierra hijo de Dios. Es ésta una transformación interior que, sin embargo, resulta imposible que se quede en algo puramente interior. Por el contrario, cuando se produce, se abre paso con fuerza hacia fuera. A esa persona le amanece una gran luz, intensa y constante. Y precisamente esa luz se refleja en su rostro, en sus ojos, en su conducta, en sus palabras y en su manera de comportarse. A una persona así, incluso en medio de sus preocupaciones y sufrimientos, pese a todos sus suspiros y gruñidos, se le causa una alegría: no una alegría gratuita y superficial, sino profunda; no pasajera, sino permanente. Y precisamente esa alegría lo convierte, aun cuando esté triste y sus circunstancias sean igualmente tristes, en una per...