Convertirse en el último.



« 30 Saliendo de allí, iban pasando por Galilea, y Él no quería que nadie lo supiera.  31 Porque enseñaba a sus discípulos, y les decía: El Hijo del Hombre será entregado en manos de los hombres y le matarán; y después de muerto, a los tres días resucitará.  32 Pero ellos no entendían lo que decía, y tenían miedo de preguntarle.  33 Y llegaron a Cafarnaúm; y estando ya en la casa, les preguntaba: ¿Qué discutíais por el camino?  34 Pero ellos guardaron silencio, porque en el camino habían discutido entre sí quién de ellos era el mayor.  35 Sentándose, llamó a los doce y les dijo: Si alguno desea ser el primero, será el último de todos y el servidor de todos.  36 Y tomando a un niño, lo puso en medio de ellos; y tomándolo en sus brazos les dijo:  37 El que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe; y el que me recibe a mí, no me recibe a mí, sino a aquel que me envió. »
Mc 9, 30-37




Cuando reconocemos en las actitudes y los modos de actuar de los discípulos nuestros propios modos de proceder, visualizamos también el camino de conversión y renovación del corazón. Cada uno de ellos transitó su propio camino espiritual. Con cada uno de ellos, Jesús, tuvo paciencia y amor suficientes para permitirles crecer según la medida de su fe y confianza. Corrigió oportunamente los errores y alentó el potencial de cada uno. Y cuando ya estuvieron lo suficientemente maduros para comprender la naturaleza de su misión, comenzó a revelarles la manera en que iba a poner fin a su paso por este mundo.
El evangelio de hoy nos sitúa en uno de esos momentos claves en que Jesús corrige y enseña a sus discípulos.
 Mientras se dirigían a Cafarnaúm los discípulos iban discutiendo sobre quién era el mayor, el más importante entre ellos.
No debemos olvidar que los discípulos discutían “casi” todo el tiempo. Siempre tenían un tema de conversación en el que dejaban traslucir sus propios intereses y anhelos. Se peleaban por ocupar un lugar “…sentarse a la derecha o a la izquierda…”; discutían por saber “…quién era el mayor…”; se peleaban porque “…no tenían pan…”; discutían con los demás “…si alguien curaba en nombre de Jesús…” y, después de la muerte de Jesús, los discípulos que iban a Emaús también iban discutiendo “…sobre lo que había pasado en Jerusalén…”.
Los evangelistas no tienen reparo en mostrar a los discípulos de Jesús como hombre de carne y hueso. Hombres con una capacidad de amar y de servir a los demás, pero hombres también necesitados de conversión. Estos hombres “peleadores, individualistas y hasta un poco sectarios” fueron sorprendidos por un amor tan inmensamente gratuito que ya no quisieron otra cosa que vivir con el corazón sólo para amar a Dios y a su creación.
Pero para llegar a tener un corazón nuevo, y según el evangelio, es necesario primero reconocer la miseria que anhelamos como riqueza.
Estos hombres veían apetecible el poder, la posición, el renombre y la situación social. Estos hombres de fe, al igual que muchos de nosotros, pretendían guardar el “vino nuevo” en “odres viejos”. Pretendían remendar sus viejas actitudes y comportamientos con el nuevo mensaje. Pero el mensaje de Jesucristo no admite remiendos, «porque lo nuevo tira de lo viejo y la rotura es más grande.» (Mt. 9, 16)
Comprender y vivir el evangelio no son dos cosas distintas. Quien bebe del agua viva de la palabra de Dios encuentra que su vida cambia por completo. Ya advirtió Jesus en el evangelio diciendo que a los árboles se le reconocerán «por los frutos» (Mt. 7, 20). A un verdadero cristiano se lo reconoce por sus frutos, por sus actitudes, por la manera en que se relaciona.
Es cierto, y no podemos negar, que el evangelio se va haciendo vida en nosotros poco a poco, pero no es menos verdad, que al igual que los discípulos pretendemos “remendar” nuestra vida en lugar de renacer de nuevo.
Jesús, vio oportuno corregir y enseñar a sus discípulos. Creyó que era el momento de confrontarlos y desengañarlos; no se puede ser discípulos suyo sin convertirse en el «último de todos y servidores de todos».
Por lo tanto, para ser discípulos de Jesús, es necesario despojarse de todo aquello que el “mundo ama y abraza”. Hay que abandonar los viejos anhelos de autoglorificación y disponerse a salir al encuentro del hermano que necesita. Resulta urgente terminar de una buena vez con el círculo vicioso de estar constantemente “lamiéndose las heridas”.
Ese niño que Jesús toma en sus brazos y abraza es el signo del hombre nuevo que ha puesto su confianza en el Padre. Es la nueva criatura que confía en la palabra y en el mensaje de vida que Jesús ha venido a comunicar.
Ese niño, es signo del hombre que espera en Dios. “Recibir” al niño, es recibir y aceptar el mensaje nuevo, fresco, que cada uno debe hacer crecer dentro suyo. Este mensaje lleva una “clausula” y es la siguiente; No se podrá acoger verdaderamente el mensaje del evangelio hasta que el cristiano no se despoje del anhelo de ser el primero de todos y ser servido por todos.
Lamentablemente todavía nos encontramos con personas en el seno de nuestra propia Iglesia que siguen anhelando el poder para recibir pleitesía de los demás. Esto nos hace tomar conciencia que aún estamos en camino de conversión y purificación del corazón.
Pidamos a Dios, recibir el mensaje del evangelio con corazón de niños. Que seamos capaces de abrir el alma de par en par para que la luz de Cristo renueve el corazón y nos haga más dispuestos a servir y amar.  Porque cuando amamos de verdad nuestras actitudes cambian.
P. Javier  Rojas sj





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