«Tres claves para vivir la navidad»

Lo más significativo del cuarto domingo de Adviento es que dentro de siete días estaremos frente al pesebre contemplando el nacimiento del Hijo de Dios. Si, hemos escuchado bien; el que está por nacer es el “HIJO de DIOS”. Y tal vez, porque para muchos todavía es algo un tanto “incomprensible” y para otros forma parte de las “fabulas” que decoran el final de un año, el corazón no termina de disponerse para vivirlo.
A veces me pregunto ¿Cuántos son los cristianos que en la noche de navidad comprenden  lo que está aconteciendo? ¿Cuántos frente al pesebre sienten que en ese Niño se les regala “algo”? ¿Cuántos llegan a comprender que en el Niño que nace hay un mensaje personal para cada uno?
En ocasiones tendemos a “ignorar” lo que no podemos comprender. Preferimos decir “eso no tiene tanta importancia” cuando no tenemos el valor de luchar por ello. Repetimos “no es para tanto” cuando queremos evitar el sufrimiento y lo que es peor aún optamos por embriagar la vida con abundancia de “cosas” para esconder la propia pobreza, el vacío y la soledad que anida en el alma.
Frente al pesebre puede sucedernos lo mismo. Porque nos cuesta “creer” en lo que acontece, terminamos ignorando lo que sucede.
El texto del evangelio, a mi parecer, da tres claves para comprender el acontecimiento de la encarnación del Hijo de Dios y de su nacimiento.
1.- El cumplimiento de una promesa: La palabra de Dios, desde el Antiguo al Nuevo testamento, es un compendio de promesas cumplidas. Tal vez podríamos definir así a la biblia: El libro de las promesa cumplidas.
 Dios no ha dejado nunca de responder a ninguna de sus promesas, pero es cierto también que cada vez que Dios promete algo, el hombre entra en crisis. ¿Por qué? Porque las promesas de Dios se ven desmentidas por la realidad. Sólo a  modo de ejemplo podemos decir que prometió a Abraham una «gran descendencia como las estrellas del cielo y la arena del mar» (Gn 22, 17) cuando su mujer era estéril y de avanzada edad. Dios prometió al pueblo de Israel, tierra, templo y una dinastía que duraría para siempre, y acabaron en el Babilonia, exiliados, con el templo destruido y sin rey...
 ¿Se puede creer en las promesas de Dios? Si, Dios es digno de confianza. Su promesa se cumple y la fe consiste en creer que así será pero no como “imagino” o como “sueño”, sino cómo Él lo quiere porque en su designio hay salvación y amor. Creer en Dios es creer en su palabra. María, luego de preguntar «¿Cómo puede ser eso, si yo no tengo relación con ningún hombre?», dijo « que se haga en mí según tu Palabra.» ¿Terminó de comprender María lo que el ángel le acababa de decir? No sabemos, pero lo que si sabemos es que confió en la palabra del ángel «para Dios nada es imposible». ¿Crees tú en la palabra de Dios cuando la realidad te dice todo lo contrario?
2.- Disponibilidad a la promesa; La disponibilidad de María a cumplir en ella la promesa de Dios hecha a su pueblo es admirable. Dios no los dejaría sin rey, sin tierra y sin templo. Aquello que prometió lo llevó a cumplimiento. El nuevo rey es Jesucristo, quien ha venido a anunciar la llegada del Reino de su Padre. Ese reino se establece en la nueva tierra que es el corazón del hombre. Es allí donde Dios quiere reinar, en el corazón del hombre. Y es bajo la protección del Espíritu donde somos congregados los hijos de Dios.
¿Estás disponible para llevar adelante la promesa de Dios en tu vida? Cada vez que tu presencia, tus palabras, tus acciones, son expresiones de amor, de paz, de esperanza, de reconciliación, de solidaridad, estás haciéndote disponible a que Dios extienda su reino por mediación tuya. Dios Padre, quiere un reino de Hijos y de Hermanos, y cada vez que en tu corazón haces lugar al Niño que nace, te haces hijo en el Hijo y aceptas al prójimo como tu hermano. ¿Estás dispuesto a recibir al niño Jesús en tu corazón?
3.- Aceptación de su voluntad; Aquellas palabras de San Pablo en la carta a los Gálatas «ya no vivo yo, es Cristo que vive en mí» (Gál 2, 20) siempre me han parecido un eco de las palabras de la virgen María, «hágase en mí según su voluntad».
 ¿Por qué? Porque aceptar a Dios en la propia vida, es de alguna manera “renunciar” a la propia voluntad. ¿En qué sentido? En el sentido de confiar que más allá de lo que puedo comprender o entender, hay una Voluntad Divina que me guía y cuida de mí. Es “renunciar” a creer que en mi parecer y mi entender se acaba la realidad. Que sólo yo puedo encontrar la salida y que no existe nada más allá de mí entender.
Aceptar la voluntad de Dios, es de alguna manera “cerrar los ojos” y “abrir los oídos” para escuchar. Es tender la mano en la tempestad y confiar ciegamente en Aquel que me guía. Es abandonarme a otra voluntad, entregar el timón a otro capitán, soltar las riendas para que Dios me conduzca.
Es muy difícil estar frente al pesebre sin entrar en crisis de fe. Es violento para el hombre actual contemplar la promesa de Dios cumplida en el pesebre. Porque pone en evidencia que Él sigue siendo dueño de la historia y que el hombre es criatura y no creador.
El pesebre nos ubica. Nos dice, “no te has dado el ser a ti mismo”, tu vida pertenece a otro, y para aceptar esto hace falta un corazón como el de María que pueda exclamar a viva voz “Mi alma alaba al Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador” (Lc 1, 46)
Dispongamos el corazón para recibir a Dios.


P. Javier  Rojas sj© 

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