Muchos identifican amar con gustar, pero nada tiene que ver lo uno con lo otro. No todo lo que se gusta es amor. Dicen: me gusta su cintura, el ritmo de su andar, la modulación de su voz. Puede nacer el amor sin que lo cautive ninguna zona anatómica concreta, ninguna parcialidad determinada de personalidad.
El amor nace de un momento en que el ser humano se olvida de sí; es deslumbrado, 'sacado' de sí mismo y cautivado por un otro todo. Crece con deseos de darse y se consuma en el olvido total de un gozo recíproco.
De otra manera, los aspectos que 'me gustan' pueden desvanecerse al primer golpe del viento otoñal. Muchos amantes, seducidos por efímeros atavíos, se constituyen en pareja. No es de extrañar que tantos compromisos conyugales acaben a la postre en flores de un día.
La profundidad del amor se mide por las pequeñas alegrías que se dan los cónyuges y también por las pequeñas heridas que reciben, pero no heridas que provienen de los oscuros manantiales del egoísmo, sino de aquellos otros que son necesarios para los procesos de adaptación e integración.
En el verdadero amor se ocultan fuerzas singulares para resolver las contrariedades de la vida y para no detenerse en la marcha ascendente de la búsqueda de la perfecta alegría.
Los amantes usan un idioma desconocido para, las que no aman: una mirada, un suspiro, un momento de silencio, actitudes que expresan más que todas las palabras del lenguaje humano.
Ignacio Larrañaga

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