"Aquel día miré al hombre de la camilla y leí en sus ojos, más allá de la humillación de su impotencia y de su deseo de curarse, un temor antiguo, una convicción sombría de no ser nada ni valer nada, ni siquiera de poder enfrentarse a la vida puesto en pie. Como si sus piernas débiles y deformadas fueran la confirmación corporal de su incapacidad de soportar un peso vital que le abrumaba. Me pareció que antes de curarle tenía que comunicar a aquel hombre, que estaba ante mí como un combatiente abatido en la batalla de la vida, que tú estabas de su parte, que tu amor torrencial llegaba hasta el agujero negro en el que él se sentía hundido, y que nada ni nadie podía interponerse entre él y tú. Le dije lo que estaba seguro que tú querías que le dijera, Abba: “¡Ánimo, hijo, tus pecados te son perdonados!” Y al decírselo sentía que mis palabras no eran más que la acequia por la que llegaba hasta él el caudal de tu perdón y de tu ternura, la buena noticia de que Tú querías cambiar su suerte. Y fue eso lo que le hizo capaz de ponerse en pie de nuevo al sentir que sus piernas volvían a sostenerle. Una historia de postración y de parálisis se había transformado en calzada real, y ahora podía recorrerla pisando con firmeza, recordando su pasado sin miedo y caminar llevando él mismo la camilla que lo había retenido durante tantos años. Los dos oímos murmurar al grupo de fariseos, indignados al oírme perdonar pecados, ajenos a la parálisis que los aqueja y los amarra a viejos pergaminos y atrofia su capacidad de descubrirte en el camino de la vida. Ellos conocen de memoria los salmos de David y te invocan piadosamente envueltos en su manto de oración: “Dios mío, roca mía, alcázar mío ... “; pero fue la gente sencilla la que aquella mañana en Cafarnaúm celebró gozosamente conmigo tu voluntad de poner en pie a aquellos que amas."
Jesús

Dolores Aleixandre. “Dame a conocer tu nombre”

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