A mí dame un hombre lleno de esperanzas y siempre lo preferiré a otro que duerme en sus laureles. Dadme un hombre con pasión y con fuego y no me des otro que tiene una despensa llena de virtudes enlatadas.
Conozco comunidades religiosas que son como un gran armario en el que han coleccionado miles de mortificaciones, paquetes de actos de virtud, barriles de méritos, pero en el que tal vez ya nadie ama. Viven de los restos de su amor; no hay flores en sus rosales, pero tienen frascos y frascos de perfume embotellado de rosas.
Conozco gentes que tienen el alma como un museo, colgados sus títulos por las paredes, colocados sus viejos recuerdos sobre pedestales como hermosas estatuas, y nos invitan a pasear por su pasado como por las frías y empolvadas salas de un museo. Pero no corren niños por los jardines de sus calles, no hay en ellos fuentes, mucho menos fuego. Su ciencia -detenida- es una campana rajada. Su bondad es una preciosa silla isabelina en la que no puedes ya sentarte -por hermosa que sea- porque tiene estropeados sus muelles y rajado su damasco.
Me gusta la gente-fuego, la que se muere con sus llamas braceando; la que nos ofrece cada día el panecillo cocido anoche, no esa hogaza historiadísima y endurecida que tal vez hace años se preparó para un emperador.
 José Luis Martín Descalzo 

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