Todos somos conscientes de los rincones «oscuros» de nuestro corazón que nos entristecen, que nos averenzan y desaniman, que rechazamos y desearíamos que no estuvieran ahí. Pero también somos conscientes que por más esfuerzos que hacemos para eliminarlos seguirán ahí. ¡Pareciera que se hacen más fuerte cuando más esfuerzo ponemos en que desaparezcan!
 Algunos de ellos  son de elaboración propia. Muchas de las zonas oscuras de nuestro interior son el resultado de nuestras propias decisiones, aunque también existen otras que no lo son.
Nos ocupamos por dirigir todas nuestras oraciones a ese lugar. Nos preocupamos por eliminar de nosotros toda imperfección como si estuviéramos condenados por ello. Nos sentenciamos a nosotros mismos por no ser lo suficientemente perfectos como desearíamos. Lo totalmente puros como nos gustaría. Nos castigamos por no ser perfectos, puros e inmaculados.
Pero hay algo de lo que tenemos que ser muy conscientes actuando así. Al poner en el centro de nuestra vida espiritual la imperfección, la impureza y el pecado lo que logramos es darles un lugar central y privilegiado. Actuando de esta manera comenzamos a girar en torno a la imperfección y al pecado, alrededor de la falta de pureza y de las zonas oscuras de nuestro corazón, y el centro de nuestra vida tiene que ser Jesús y su evangelio. El centro de nuestra vida, el eje de nuestra existencia es Jesús y su mandamiento del amor. Si nos preocupamos de arrancar la cizaña nos olvidamos de lo fundamental que es cultivar el trigo.
La búsqueda de la perfección es a veces un intento por tener el control. Por eliminar la dependencia a la misericordia de Dios. Un intento malicioso por autoglorificarnos a nosotros mismos creyéndonos mejores que los demás. Con todos los esfuerzos e intentos que has hecho por eliminar las imperfecciones de tu vida ¿qué has logrado?¿Haz crecido en la caridad? ¿Aumentó tu solidaridad? ¿Eres más compasivo? ¿Sonríes más? ¿Tienes mayor generosidad? ¿Eres más paciente, comprensivo, humano?
El problema de los fariseos y los escribas es que, mientras están  empeñados en cumplir con las tradiciones de purificación externa de sus antepasados, se olvidan de lo principal que es purificar el corazón. Nuestra tarea no es eliminar las imperfecciones y zonas oscuras sino hacer espacio a Jesús en el corazón. Dios hace puro el corazón. Su presencia en nuestro corazón es la que nos hace santos. De lo que tenemos que ocuparnos es de poner en el centro de nuestra vida a Jesús, su evangelio y el mandamiento del amor.
Para crecer y madurar en la fe primero tenemos que abrazar nuestras imperfecciones, impurezas y pecados. No podemos cambiar nada que no aceptemos primero.
No debemos avergonzarnos de nuestra vulnerabilidad o de nuestra naturaleza frágil. En ella encontramos compasión, dulzura, perdón, bondad, clemencia y compasión de Dios. Tal vez logres quitar todas las imperfecciones de tu vida, pero también es probable que elimines la única manera que tienes de experimentar el amor gratuito de Dios. No digo que dejemos que crezca la cizaña, (avaricia, envidia, soberbia, etc.) lo que digo es que debemos ocuparnos por cultivar el trigo de la bondad, la compasión, la dulzura, la solidaridad, etc. Dios vive en el corazón de aquellos que siendo conscientes de su fragilidad humana se lanzan a vivir el mandamiento del amor, porque se han sentido amados incondicionalmente.

Javier Rojas, SJ

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