«Tanto amó Dios al mundo»


«Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no muera, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él. El que cree en Él, no es juzgado; pero el que no cree, ya está juzgado, porque no ha creído en el Nombre del Hijo único de Dios.»


                    Jn 3, 16-18

Quiero compartir con ustedes esta reflexión que escuché hace tiempo, y aunque desconozco su autoría, me parece un bello pensamiento.

«Hoy he escuchado la radio, he leído los periódicos, he pegado la oreja para saber de qué se habla en las calles, en las colas de los colectivos, en las barras de los bares y no he oído hablar de amor… He vagado de un lado para el otro con los oídos alertas, pero nadie ha pronunciado la mágica palabra. He oído hablar de impuestos, de violencia, de accidentes, de famosos, de fraudes. He oído hablar de fútbol, de política, pero no he oído hablar de amor… Me he acercado a las parejas y las he oído hablar de dinero, de coches, de ropa, de propiedades, de lo que hacen los demás, del colegio de los niños, de cine, de divorcio, de problemas, pero no he oído hablar de amor...He visto a la gente protestar por todo, porque hay baches en las calles, porque la grúa se ha llevado el coche, porque un político ha dicho algo, porque la sopa estaba fría, porque han subido el precio de no sé qué producto, pero no he visto a nadie protestar por falta de amor...Me he cruzado con una manifestación pero en ninguna pancarta he podido leer la palabra amor. Yo me pregunto y te pregunto… ¿Qué pasa? ¿Tan insignificante es el amor que nadie habla de él, que nadie le echa de menos?»

¿Qué deseamos expresar cuando decimos AMOR? ¿Qué tiene el amor que nos hace correr tras de él, tropezar y volver a levantarnos? ¿Por qué el amor puede llegar a cegarnos por completo o puede devolvernos el brillo de los ojos?
¿Qué queremos comunicar cuando decimos “¡te amo!”, “¡eres mi amor!”, “¡hagamos el amor!”?
¿Por qué podemos decir, “te amo”, con tanta facilidad, y sin embargo nos cuesta aceptar a los que amamos? Si alguien es “mi amor”, ¿por qué por momentos nos resulta extraño, e incluso llegamos a desconocer a quienes amamos? Si “hacemos el amor” ¿Por qué el mundo sigue tan vacío de él? ¿Por qué cada vez son menos las expresiones de amor entre nosotros?
El amor nos hace llorar y reír. Gritar de dolor y saltar de alegría. Todos lo buscamos, lo esperamos… nos ilumina el alma cuando llega y nos deja en profunda soledad y dolor cuanto se va. Pero ¿sabemos quién es? ¿Dónde lo buscamos? ¿Dónde esperamos encontrarlo? ¿Por qué se demora en llegar? ¿Por qué es tan frágil?
Tal vez hace falta que empecemos a sincerarnos con nosotros mismos. ¿Estoy seguro de que por el camino que voy lo encontraré? Deberíamos tomarnos un tiempo para reflexionar sobre lo que entendemos por “amor”.
Quizás sea tiempo de que tomemos en serio al amor y comencemos por respetarlo.
Podríamos comenzar este proceso planteando a nuestro propio concepto de amor lo siguiente: ¿Qué es el amor para mí? ¿Dónde encuentro yo la manifestación del amor? ¿Dónde espero encontrarlo? ¿Cómo lo expreso? ¿Qué significa para mí amar?
Siempre me llamó la atención esta expresión de san Juan, “…tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo Único…”. Me parecería más clara la expresión, “cuanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo Único”, porque de esa manera se me hacía más comprensible el enorme despojo de Dios.
 Pero ahora me doy cuenta que en esta “pequeña” diferencia que existe entre el “tanto” del evangelio y el “cuanto” o “mucho” de nuestra expresión, anida uno de los más grandes misterios del corazón humano: el amor ,cuando es verdadero, no se puede contar.  La entrega, como expresión de amor, no se mide, no se puede pesar en la balanza. El “tanto” de la expresión del evangelio manifiesta la grandeza y la gratuidad, mientras que nuestras expresiones que comienzan con “cuanto” esconde a veces la mezquina y avara manera de amar.
El amor es vida y porque anhelamos profundamente esa vida que se deriva del amor es que no puede ser amor verdadero el de aquel que no deja vivir a los demás. Porque si el “amor” que doy quita libertad y no respeta la diferencia, no es amor sino capricho.
Es vida los que nos entregó Dios al enviar a su Hijo y es amor lo que Cristo nos comunicó por eso el amor de Cristo se manifiesta en la aceptación del otro y en respeto por su libertad. Entonces no te engañes, si tu amor no acepta y no hace crecer al otro en la libertad, no es amor, sino capricho.
El amor y la vida, como las dos caras de la misma moneda, se conjugan sin anularse y se combinan sin mezclarse. No anula el amor la identidad del otro, ni quita libertad porque acepta la diferencia. El amor, el verdadero, respeta la diferencia. En una comunidad que no se respeta las diferencias, no hay amor, sino capricho e intereses personales y mezquinos.
Cuando decidimos amar a alguien, iniciamos un proceso de crecimiento que nos libera primero de los caprichos y nos abre así a escuchar al otro. Escucha que no significa renunciar a la propia identidad, sino a aprender a aceptar la diferencia.  
Este proceso de amar desde la perspectiva del evangelio es una tarea que puede durar toda la vida. Amar a alguien es siempre un proceso humano que nos saca del egoísmo y nos abre a la diferencia y la aceptación del otro.
El verdadero amor es gratuidad.  No porque entreguemos amor sin “esperar” nada, sino porque recibimos el amor del otro que en ocasiones es muy distinto a nuestras expectativas. Sólo puede amar aquel que se abre a lo diferente sin miedo de perder.  Amar es aceptar al otro y madurar juntos en un camino de libertad.
El amor que entrega Dios en su Hijo no se entiende desde la perspectiva humana porque muchas veces nuestro amor es egoísta, no respeta la diferencia y prefiere respuestas según el propio capricho.
Cuando se acepta y se entrega el amor desde el “tanto” del evangelio, se vislumbra su esencia incontable, insospechada, infinita. Y desde la incomprensibilidad del “Tanto amor” se es capaz de amar, de aceptar y de vivir.
Entonces, ¡sí que tiene sentido la expresión de san Juan!, “…tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo Único…”, porque si dejamos que ese mismo amor, imposible de contar, realice en nosotros gestos de amor, es signo de que hemos escapado de la trampa maliciosa del “dar para recibir”.
Pidamos a Dios que nos eduque en el amor y que podamos despertar de la dañina fantasía de creer que amor es  lograr que “los demás me quieran como yo quiero”.

P. Javier  Rojas sj

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