«¿Cómo se te han abierto los ojos?»

Domingo 30 de marzo - IV  de Cuaresma

« En aquel tiempo, al pasar Jesús vio a un hombre ciego de nacimiento. Y le preguntaron sus discípulos: «Rabbí, ¿quién pecó, él o sus padres, para que haya nacido ciego?». Respondió Jesús: «Ni él pecó ni sus padres; es para que se manifiesten en él las obras de Dios. Tenemos que trabajar en las obras del que me ha enviado mientras es de día; llega la noche, cuando nadie puede trabajar. Mientras estoy en el mundo, soy luz del mundo». Dicho esto, escupió en tierra, hizo barro con la saliva, y untó con el barro los ojos del ciego y le dijo: «Vete, lávate en la piscina de Siloé» (que quiere decir Enviado). El fue, se lavó y volvió ya viendo. Los vecinos y los que solían verle antes, pues era mendigo, decían: «¿No es éste el que se sentaba para mendigar?». Unos decían: «Es él». «No, decían otros, sino que es uno que se le parece». Pero él decía: «Soy yo». Le dijeron entonces: «¿Cómo, pues, se te han abierto los ojos?». Él respondió: «Ese hombre que se llama Jesús, hizo barro, me untó los ojos y me dijo: ‘Vete a Siloé y lávate’. Yo fui, me lavé y vi». Ellos le dijeron: «¿Dónde está ése?». El respondió: «No lo sé». Lo llevan donde los fariseos al que antes era ciego. Pero era sábado el día en que Jesús hizo barro y le abrió los ojos. Los fariseos a su vez le preguntaron cómo había recobrado la vista. Él les dijo: «Me puso barro sobre los ojos, me lavé y veo». Algunos fariseos decían: «Este hombre no viene de Dios, porque no guarda el sábado». Otros decían: «Pero, ¿cómo puede un pecador realizar semejantes señales?». Y había disensión entre ellos. Entonces le dicen otra vez al ciego: «¿Y tú qué dices de Él, ya que te ha abierto los ojos?». Él respondió: «Que es un profeta». No creyeron los judíos que aquel hombre hubiera sido ciego, hasta que llamaron a los padres del que había recobrado la vista y les preguntaron: «¿Es éste vuestro hijo, el que decís que nació ciego? ¿Cómo, pues, ve ahora?». Sus padres respondieron: «Nosotros sabemos que éste es nuestro hijo y que nació ciego. Pero, cómo ve ahora, no lo sabemos; ni quién le ha abierto los ojos, eso nosotros no lo sabemos. Preguntadle; edad tiene; puede hablar de sí mismo». Sus padres decían esto por miedo por los judíos, pues los judíos se habían puesto ya de acuerdo en que, si alguno le reconocía como Cristo, quedara excluido de la sinagoga. Por eso dijeron sus padres: «Edad tiene; preguntádselo a él». Le llamaron por segunda vez al hombre que había sido ciego y le dijeron: «Da gloria a Dios. Nosotros sabemos que ese hombre es un pecador». Les respondió: «Si es un pecador, no lo sé. Sólo sé una cosa: que era ciego y ahora veo». Le dijeron entonces: «¿Qué hizo contigo? ¿Cómo te abrió los ojos?». Él replicó: «Os lo he dicho ya, y no me habéis escuchado. ¿Por qué queréis oírlo otra vez? ¿Es qué queréis también vosotros haceros discípulos suyos?». Ellos le llenaron de injurias y le dijeron: «Tú eres discípulo de ese hombre; nosotros somos discípulos de Moisés. Nosotros sabemos que a Moisés le habló Dios; pero ése no sabemos de dónde es». El hombre les respondió: «Eso es lo extraño: que vosotros no sepáis de dónde es y que me haya abierto a mí los ojos. Sabemos que Dios no escucha a los pecadores; mas, si uno es religioso y cumple su voluntad, a ése le escucha. Jamás se ha oído decir que alguien haya abierto los ojos de un ciego de nacimiento. Si éste no viniera de Dios, no podría hacer nada». Ellos le respondieron: «Has nacido todo entero en pecado ¿y nos da lecciones a nosotros?». Y le echaron fuera. Jesús se enteró de que le habían echado fuera y, encontrándose con él, le dijo: «¿Tú crees en el Hijo del hombre?». El respondió: «¿Y quién es, Señor, para que crea en él?». Jesús le dijo: «Le has visto; el que está hablando contigo, ése es». Él entonces dijo: «Creo, Señor». Y se postró ante Él. Y dijo Jesús: «Para un juicio he venido a este mundo: para que los que no ven, vean; y los que ven, se vuelvan ciegos». Algunos fariseos que estaban con él oyeron esto y le dijeron: «Es que también nosotros somos ciegos?». Jesús les respondió: «Si fuerais ciegos, no tendríais pecado; pero, como decís: ‘Vemos’ vuestro pecado permanece».

Jn 9, 1-41

Este relato del ciego de nacimiento es uno de los textos del evangelio con el que podríamos pasar largos ratos meditando y reflexionando. Estoy seguro que no acabaríamos de sacar toda la riqueza que tiene. Es un episodio de la vida de Jesús que manifiesta lo difícil y complicado que puede resultar creer y tener fe en Dios si no recibimos de Él la gracia. Tener fe es una gracia de Dios que se recibe gratuitamente y para crecer en ella necesitamos cultivarla, cuidarla, alimentarla.
Hay quienes afirman que la fe nos permite ver más allá de lo que perciben nuestros ojos. Sin embargo, creo que esta afirmación resulta incompleta si no decimos también que tener fe es confiar en la palabra (promesa) de otra persona. Y esa persona es Jesús. Por la fe recibida podemos reconocerlo viviendo en medio de nosotros… pero cuando por situaciones de dolor y tristeza nuestros ojos quedan ciegos y nos cuesta encontrarlo, nos queda la certeza de que permanece siempre a nuestro lado.
El ciego de nacimiento no vio el rostro de la persona que lo curó. Sólo escuchó su voz y comprobó que al lavarse comenzó a ver. El reconocimiento de que  Jesús era el Hijo del hombre llegó después. ¿Qué puede enseñarnos este evangelio hoy?
Muchas personas dicen tener fe porque ven, pero la fe más que ver es confiar en la palabra de Jesús. Porque la fe nace del corazón que –parafraseando a Pascal- tiene razones que la «razón no entiende».
A menudo nos encontramos con personas que andan obsesionadas por verse bien o porque los vean bien, que es una manera suave de decir que andan carenciados de afecto sincero, hambreados de cariño gratuito y pordioseros de atención. Pero al no conseguirlo, buscan la manera de «venderse a sí mismos». Y por eso están ciegos. Y no me refiero solamente al aspecto físico sino también al social y espiritual. Con esta actitud lo que hacen en realidad es poner fuera la confianza que no tienen en ellos mismos. No pueden reconocer el valor que tienen por ser ellos mismos que necesitan que otros les diga, pero a costa de aparentar o engañar a los demás.
Martín Descalzo en su libro «Razones para el amor» describiendo la situación actual de las personas dice que le sorprende ver tanta gente que se odia a sí misma.  Hay una constatación de lo que quiero conseguir no se me da, porque soy gorda, feo, petiso... y dice así: 

“Cada vez me impresiona más el número de muchachos que me encuentro en la vida que se odian a sí mismos.  No digo que estén descontentos de sí mismos sino muchachos que no se soportan tal y como son, que se rechazan a sí mismos, y, lo que es mucho peor, se odian y se desprecian cruelmente.  ¿De dónde viene este desprecio?  A veces llega de hechos objetivos, reales, aunque no invencibles, cómo podría ser que el haberse encontrado atrapado por la droga o el desunir en si tendencias sexuales menos normales. Otras el desprecio surge por una situación transitoria, pero para ellos tremendas; un fracaso amoroso, un trabajo que tarda en encontrarse, pero con frecuencia viene también de dolores imaginarios, gente que no se acepta porque es gorda o porque es fea, y que hubiera querido añadir un palmo más a su estatura, o porque se experimentan cobardes y perezosos.  Yo sé, naturalmente que cada caso es cada caso, y que es absurdo generalizar.  Pero por si alguien le sirve me gustaría contar algunas cosas: la primera es que nadie es un bicho raro.  Sí, todo hombre debe dar dos pasos: el primero es aceptarse a sí mismo, el segundo: exigirse a sí mismo.  Sin el primero caminamos hacia la amargura, sin el segundo, hacia la mediocridad.  Tengo que añadir una segunda aclaración: que cuando hablo de ser lo que soy, no olvido que soy para los demás o para algo.  Todo menos encerrarme en la madriguera del alma.  Todo, menos mecerse como un feto en nuestro propio vinagre.  Todo, menos pasarnos la vida lamiendo nuestras heridas, recordando que el mandamiento que dice “amarás al prójimo como a ti mismo” lo que manda es empezar a amarnos a nosotros mismos para luego tener más amor que repartir”.

Este ciego no se veía ni a sí mismo ni a los demás. Jesús lo sabe. Por eso lo cura. Elige elementos humildes como son la saliva y la tierra para hacer  barro y lo manda a lavarse. Con esto lo invita a que su mirada se vuelva más humilde y más humana. Para tener fe de verdad hay que comenzar por ser más humanos con nosotros mismos y con los demás.
Dejar de creer que somos súper hombres o mujeres que podemos controlarlo todo y obtener todo a nuestro antojo, convirtiendo incluso a los demás en objetos que utilizamos y luego los abandonamos cuando ya no nos sirven.
Tener fe es una gracia maravillosa, pero ser más humanos entre nosotros se ha convertido en algo urgente que debemos recuperar. Tenemos que dejar de tratarnos entre nosotros como se fuéramos cosas que al no servir más se desechan. Hemos de aprender que el valor de lo que somos está dentro de nosotros y no en lo que llevamos en nuestros bolsillos o acumulamos en nuestra cuenta bancaria. Lo fundamental, lo que nos hace hombre y mujeres de verdad debemos descubrirlo dentro de nosotros. Allí en lo profundo de nuestro corazón vive Dios, y al entrar en comunicación con Él descubrimos la creación que somos y la belleza que existe a nuestro alrededor.
La peor ceguera que podemos poseer es no reconocernos como seres valiosos y amados por Dios. No descubrir que lo más importante no es lo que tenemos sino quiénes somos. A pesar de estar en la era de las comunicaciones y de la imagen, ya nadie se deja engañar por el palabrerío adulador, estéril e infecundo ni por la acumulación de botox.
Pidamos a Dios la gracia de aprender a reencontrarnos en su mirada. Mirarnos a nosotros mismos sin la asistencia de su amor y misericordia corremos el riesgo de mentirnos para evitar ver la realidad, o convertirnos en nuestros propios verdugos. En su mirada amable y compasiva recuperamos nuestra propia dignidad y cuando lo hacemos, dejamos de ser ciegos.

P. Javier  Rojas sj


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