"Tres pasos para la conversión"

Cada Navidad es una instancia para renovar y reafirmar nuestro propio nacimiento. En la vida nueva que trae el Espíritu, nosotros jugamos un rol distinto de la vida que recibimos de la carne.
Esta instancia de renacer en nuestra vida que ofrece Jesús en cada Noche Buena puede ser aceptada o rechazada. Frente al ofrecimiento de Jesús de transformar nuestra propia existencia en acción de gracias, podemos estar totalmente indiferentes.
Por ello el Adviento se convierte en el tiempo propicio para reflexionar y ahondar en nuestra propia vida y así poder tomar conciencia de esos espacios del alma que necesitan renacer.
En ocasiones, nuestro propio corazón se convierte en un espacio oscuro y desértico. El dolor y la soledad, el egoísmo y la hipocresía, la avaricia y la indiferencia terminan arrancando del corazón la luz de la esperanza y de la fe, convirtiéndolo en un espacio frío e infecundo.
Marcos se refiere a Juan el Bautista, como la «voz que clama en el desierto» y dice «preparen el camino, enderecen los senderos». Esa es la voz Dios, es el llamado que nos hace para recibir, en la oscuridad del corazón, la luz de la esperanza. Y sembrar, en el desierto del corazón, la semilla de la fe.
Pero, ¿es posible que el desierto del corazón vuelva a ser un lugar fecundo? ¿Puede el alma volver a recuperar la luz de la esperanza y fe? ¿Es posible una vida nueva cuando el egoísmo y el rencor, el odio y la venganza han dejado secuelas en el alma?
Es posible. Y la conversión de la vida, el cambio de rumbo o sentido de mi vida, puede devolver al corazón todo lo que el pecado le arrancó.
Podemos hablar de la conversión como el proceso de recuperación de la armonía interior, donde los pensamientos, los sentimientos y la voluntad logran liberarse de la esclavitud de la tragedia y de la desesperación.
La conversión para que sea auténtica no debe dejar afuera ninguna dimensión de nuestra vida, porque todo está llamado a renacer.
Podemos identificar tres aspectos en nuestra vida que deben recuperar su armonía interior y que constituyen la base de una sana y genuina conversión.
La primera es la dimensión de los pensamientos. El pecado gesta pensamientos de fatalidad y de perdición. Este aspecto del pecado gesta en nosotros pensamientos negativos de miedo e inseguridad y lo vemos reflejado en un razonamiento que queda entrampado en la desesperación, pues la tragedia está siempre asechando…El pensamiento debe recuperar la confianza, la certeza de que Dios es providente y cuida de cada uno de sus hijos. La conversión en los pensamientos se ve reflejada cuando comienza a albergar en su mirada esperanza y fe.
La segunda dimensión es la de los sentimientos. El resentimiento o la hipersensibilidad constituyen la base de la oscuridad del alma. Los sentimientos dolorosos que son alimentados internamente van tiñendo el corazón de resentimiento. Podemos comprobar la necesidad de conversión del corazón cuando no podemos despegarnos de la necesidad de ser valorados o tenidos en cuenta. O cuando comprobamos que dependemos desordenadamente de la valoración de los demás. La conversión del corazón se ve reflejada cuando experimentamos libertad frente al parecer de los demás. Cuando podemos confiar en los propios sentimientos y logramos expresarlos sin miedo.
Y la tercera dimensión que constituye el proceso de una sana y genuina conversión, es la voluntad.
La conversión de la voluntad es tal vez la etapa más importante del proceso. Porque aprender a “pensar en positivo” o “liberar los sentimientos enmarañados del corazón” no resulta tan comprometedor como tomar la decisión o ELEGIR tomar un nuevo camino en pos de la renovación de la vida. Elegir que el futuro no sea como el pasado…
Es posible que entre los cristianos lleguemos a un acuerdo en las ideas. Y tal vez seamos capaces de sentir lo mismo, pero ello no significa que al momento de ponerlo en práctica estemos decididos a hacerlo.
Es sorprendente encontrarse con cristianos que no han elegido su fe  ni su modo de vivir. Viven su fe no por elección, sino por temor al castigo y a la condena. Es cada vez más común encontrarse con hombres y mujeres que confiesan temer a Dios.
Es necesaria la conversión de la voluntad para que seamos capaces de elegir a Dios por amor y no por miedo. Vivir conforme a su Evangelio no puede ser consecuencia de la amenaza, sino promesa de amor y bendición
Es necesario allanar los caminos del corazón y enderezar los senderos del alma para que el mensajero de la paz y de la fe, de la esperanza y del amor llegue a lo más profundo de nuestro ser…
Pidamos a Dios que nuestros pensamientos, sentimientos y voluntad sean iluminados por el amor y no por el temor.

P. Javier  Rojas sj
               

                

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