«La tranquilizadora sonrisa del Resucitado contagió de manera indeleble aquellos rostros turbados primero por el dolor y por el miedo (Lc 24, 36-42). Esta sonrisa de felicidad inauguró el anuncio cristiano capaz de incendiar el mundo con el fuego de la alegría y de la esperanza. Esta sonrisa sigue estallando en cada una de las vigilias pascuales, cuando resuena el grito cristiano: «¡Cristo ha resucitado!». Desde entonces, la Pascua se ha convertido en la mayor fiesta de la alegría cristiana, en la madre de todas las fiestas. Aquella sonrisa pascual que se encendió en el cenáculo, ya había destellado en el corazón de los dos discípulos de Emaús, que despertaron de su letargo espiritual al contemplar el gesto habitual de Jesús de partir el pan. El rostro del maestro desconocido con el que se habían encontrado a lo largo del camino, tuvo que abrirse en una amplia y luminosa sonrisa aquella tarde, en la casa de Cleofás en Emaús, la sonrisa de quien vuelve a ver a un amigo, una sonrisa que iluminó el corazón y despejo la mente de los discípulos peregrinos de la fe: ¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?. Tras aquella luz, esos discípulos se confesaron mutuamente el cambio que se había producido en sus corazones. Habían pasado del dolor y del desaliento al consuelo gozoso (Lc 24, 32).» O. Battaglia, EL DIOS QUE SONRIE.

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