Seis días después, Jesús tomó a Pedro, Santiago y Juan, y los llevó a ellos solos a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos. 
Sus vestiduras se volvieron resplandecientes, tan blancas como nadie en el mundo podría blanquearlas. 
Y se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús. 
Pedro dijo a Jesús: "Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías". 
Pedro no sabía qué decir, porque estaban llenos de temor. 
Entonces una nube los cubrió con su sombra, y salió de ella una voz: "Este es mi Hijo muy querido, escúchenlo". 
De pronto miraron a su alrededor y no vieron a nadie, sino a Jesús solo con ellos. 
Mientras bajaban del monte, Jesús les prohibió contar lo que habían visto, hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos. 
Ellos cumplieron esta orden, pero se preguntaban qué significaría "resucitar de entre los muertos". 

Mc, 9, 2-10

Las lecturas de hoy son una invitación a resituarnos ante nuestro propio proceso creyente. Dios es siempre el mismo. Dios no cambia. Cristo, tampoco. Pero nuestra fe, como nuestra vida, es dinámica: cambia el modo que tenemos de percibir a Dios, las imágenes que nos vamos haciendo sobre él, el modo de relación con él, que se va haciendo más madura, más desde la libertad, única manera posible de obedecer. ¡Qué bien lo entendió Jesús! Tomó la vida en sus manos, la vivió desde la absoluta libertad y desde ahí se la entregó al Padre. La paradoja de la fe: la libertad máxima se consuma en la obediencia plena, que no es ciega ni es sumisión, a Dios. Nos tenemos que resituar ante nuestro propio proceso creyente, como Abraham. Dios le prometió que sería padre de un gran pueblo. Abraham, confiado en la promesa, dejó la seguridad de la casa paterna y de la propia tierra y se embarcó en la aventura de ir a donde Dios le pedía. Deja Ur de Caldea, en el actual Irak, tierra que tristemente estos meses está siendo noticia porque los cristianos están siendo expulsados de ella. El viaje hasta Canaán no será fácil. Tendrá varias paradas. En cada una de ellas Abraham se tendrá que resituar, tenemos el ejemplo de la ruptura con Lot, su sobrino. Tampoco el recorrido existencial de Abraham estuvo exento de contratiempos. También en ellos se tuvo que resituar. Primero, aceptar que el cumplimiento de la promesa viniera de Ismael, el hijo de la esclava, hasta que finalmente, en la vejez Sara concibiera a Isaac. Después, cuando Dios le pide el sacrifico de Isaac. Abraham se tendrá que resituar, hacer el recorrido espiritual de aceptar que Isaac no le pertenece. Que él mismo no se pertenece, que pertenece a Dios. En este tema, en la necesidad de resituarse en el proceso creyente, se puede encontrar la conexión entre la primera lectura y el evangelio. La experiencia del Tabor no es muy diferente a la del desierto, a donde fue empujado después de su bautismo, después de haber tomado conciencia de ser el hijo predilecto de Dios. Jesús quiere saber a quién pertenece, si debe hacer lo que esperan de él los poderosos y entendidos o lo que espera su Padre Dios. Unos pocos versículos antes de este pasaje que hemos proclamado nos encontramos a Jesús preguntado a sus discípulos sobre su identidad, sobre la opinión que tiene la gente de él. Unos dirán que Juan Bautista, otros que Elías o alguno de los profetas. Pedro y los más cercanos le confesaran como mesías. Jesús les dirá que ese mesianismo está necesitado de ser resituado: la gloria pasa por el rechazo, el sufrimiento y la muerte. Jesús necesita saber qué es lo que está haciendo mal para que no se entienda su mensaje ni su praxis, ni sus palabras ni sus obras. Necesita pararse y, en su caso, resituarse, saber cuál es el camino que debe proseguir. Jesús ha bebido de la tradición religiosa de Israel. Es la que ilumina su vida, en el Tabor y en la vida ordinaria. Moisés es el símbolo de una historia de liberación. Jesús entiende que, por lo tanto, la Ley debe estar al servicio de la libertad. Elías y los profetas son el recordatorio de la fidelidad de Dios para con un pueblo que se olvida fácilmente de Dios y de los oprimidos.Jesús ha hecho de la fidelidad a Dios y de la liberación de los oprimidos su bandera, por eso se sabe y se siente, así lo ha experimentado en los largos ratos de silencio y oración, “Hijo amado de Dios”. Pero no todos le quieren escuchar, no todos ven claro ese camino. Así, mientras que a Jesús la experiencia del Tabor le confirma que camina en la dirección correcta, a los discípulos les deja paralizados. Jesús tiene claro que tiene que bajar del monte para hacer la voluntad de Dios hasta las últimas consecuencias. Pedro tiene clara la voluntad de quedarse allí para siempre. Lo que ha sido luz clarificadora para Jesús, ha sido cegadora para Pedro. Pedro quiere paralizar la historia, retener compulsivamente el momento de gloria. Es normal, humano muy humano. Si están tan bien, si es una experiencia tan reconfortante, ¿para qué buscar más? Para que volver al claroscuro de la vida ordinaria. La tentación de Pedro representa la tentación de la Iglesia. Es decir, la tentación de cada uno de nosotros, de cada uno de los seguidores de Jesús de todos los tiempos (me atrevería a decir que es la tentación de todos los humanos). ¿Tal vez a nosotros no nos gustaría retener otros momentos de gloria para la Iglesia y el catolicismo o para nuestras vidas? Aquellos tiempos pasados en que parecían que se vivían los valores cristianos, se frecuentaba la práctica de los sacramentos, la Iglesia tenía una relevancia social o era un referente moral indiscutible. Sin embargo, a la Iglesia se le pide que esté siempre en camino, como Abraham. A la Iglesia, a cada uno de nosotros, a cada uno de los seguidores de Jesús, se nos pide, nos lo pide Jesús, que seamos fiel a los modos de hacer de nuestro maestro, aunque no nos comprendan. El horizonte al que debe tender toda la comunidad cristiana, que nos debe movilizar a cada una y cada uno de los cristianos, es hacer la voluntad de Dios. Tendremos que caminar de promesa en promesa, como Abraham; de fe en fe, como Jesús, sabiendo que la cruz de la vida quede iluminada definitivamente en la Pascua. La muerte queda resituada a la luz de la Resurrección. Nuestra sociedad está tomando conciencia de que ella misma tiene que resituar algunos modos políticos de organizarse y algunos modelos económicos de funcionar. Los que han sido ya no valen para el futuro, de hecho ya no valen ni para el presente. Sabemos que no son procesos fáciles ni cortos. Desde el evangelio, en fidelidad a la misión que se nos ha encomendado, podemos prestar el servicio de ayudar a resituar el miedo en confianza; la impotencia en fortaleza; la pobreza en solidaridad; la cerrazón en apertura; la exclusión en acogida; la desesperación en esperanza; el odio en amor; la guerra en la paz; la soledad en vida compartida; los desiertos y Gólgotas de la vida en montes Tabor. Podemos hacerlo, tenemos que pagar un precio: resituarnos en nuestro proceso creyente… en obediencia a Dios.
P. Ángel María Ipiña

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