«La actitud de compartir»


« 13 Al oírlo, Jesús se apartó de allí en una barca a un lugar desierto y apartado. Cuando las multitudes oyeron esto, le siguieron a pie desde las ciudades.  14 Cuando Jesús salió, vio la gran multitud y tuvo compasión de ellos, y sanó a los que entre ellos estaban enfermos.  15 Al atardecer, sus discípulos se acercaron a él y le dijeron: --El lugar es desierto, y la hora ya avanzada. Despide a la gente para que vayan a las aldeas y compren para sí algo de comer.  16 Pero Jesús les dijo: --No tienen necesidad de irse. Dadles vosotros de comer.  17 Entonces ellos dijeron: --No tenemos aquí sino cinco panes y dos pescados.  18 Él les dijo: --Traédmelos acá.  19 Luego mandó que la gente se recostara sobre la hierba. Tomó los cinco panes y los dos pescados, y alzando los ojos al cielo, los bendijo. Después de partirlos, dio los panes a sus discípulos, y ellos a la gente.  20 Todos comieron y se saciaron, y se recogieron doce canastas llenas de lo que sobró de los pedazos.  21 Los que comieron eran como cinco mil hombres, sin contar las mujeres y los niños. »


                   Mt 14, 13-21

En la antigua leyenda griega existe el mito del Rey Midas a quien se le atribuye ser el primer rey de Frigia. Dicen que el mito surge de la envidia que despertó entre los pueblos vecinos al conocerse la riqueza y prosperidad que había logrado para su nación, gracias a la habilidad que tenía para hacer negocios.
Dice el mito que en una ocasión el Rey Midas hospedó amablemente a un compañero del dios del Vino, Dionisio, llamado Sileo, y que en agradecimiento por la hospitalidad y conociendo su ambición de riqueza, le concedió el don de convertir en oro todo lo que tocaba.
Pero pronto este “poder” terminó por convertirse en su maldición cuando al tocarla a su hija Zoe la convirtió en oro. Midas convertía en oro todo lo que tocaba. Pronto convirtió en oro la comida, la bebida y cualquier cosa que alcanzaban sus manos.
Cuando el rey se dio cuenta de la cara oculta que tiene el deseo de ganancia y riqueza, acudió a Dionisio para pedirle que lo librara de este poder.
La avaricia es una pasión que tiende a acumular dinero y bienes terrenales no para ser disfrutados sino por el sólo hecho de poseerlos. Y se traduce en una preocupación o miedo excesivo a perderlos y quedarse vacío. Pero la avaricia no se relaciona sólo con el dinero o los bienes materiales, sino también con los afectos, las relaciones personales, el poder, el conocimiento, etc.
En realidad, el avaro teme quedarse «sin nada» y por eso evita compartir. Y todo lo que relaciona con «vaciamiento» o «desperdicio» de algún tipo, lo pone ansioso y al borde de un colapso nervioso. El avaro encontró la manera de evitar el vació por eso retiene y acumula todo cuanto puede. Podríamos decir que el avaro es un tanto egoísta. Pero mientras el egoísta posee un amor excesivo y desordenado hacía su persona que lo hace mirar desmedidamente su propio interés, el avaro tiene miedo a quedarse sin sustento, sin nada, vacío.
Los discípulos dicen a Jesús que despida a la gente porque ya es tarde, y que vayan a las aldeas a comprar para comer.  Al escuchar eso decide darles una lección. ¿Cuál es esa? La enseñanza es que el que comparte se enriquece. Con ello invierte por completo la lógica del avaro que  piensa que «quien guarda siempre tiene».
 Al avaro, en parte, le toca la misma suerte que al Rey Midas; tiene riqueza en abundancia pero sin nadie con quien disfrutarla y se muere de hambre.
La avaricia entendida como el ansia desmedida por poseer y acumular daña las relaciones. Las personas que rodean al avaro llegan a sentir que se encuentran en un segundo escalón de importancia con respecto a los bienes que posee. El avaro construye un  vínculo muy sutil con los bienes que posee de manera tal que detecta inmediatamente cuando alguien o algo pueden estar atentando a que esa relación prospere.
Sólo con el tiempo, y cuando ya ha perdido lo que realmente alimentaba su vida, el avaro se da cuenta de la pobreza increíble en que vivía. Y como dice aquel viejo dicho; “Éramos tan pobres que sólo teníamos dinero”.
Para Jesús, la verdadera riqueza no depende de lo que acumulamos y retenemos sino en del tiempo que invertimos  para encontrarnos con el otro. Con ese «otro» a quiénes nos enseñó a llamar prójimo y nos dijo que era nuestro hermano.
No debemos quedarnos con la idea de que el avaro sólo acumula dinero y bienes materiales. Eso sería erróneo. El avaro acumula todo lo que él considera es una “riqueza” que el mismo ha forjado, y que no quiere compartir con los demás. El avaro teme perder lo que tiene porque  ha fundado su propio valor en lo que posee.
Los discípulos fueron interpelados hondamente con la lógica evangélica con que responde Jesús. El proceder de los discípulos le hace advertir al Maestro que necesitaban una nueva lección que les permitiera conocer en profundidad el nuevo mensaje. Podríamos incluso formular nosotros de este modo; «La riqueza que alimenta es aquella que brota del compartir con los demás». Cualquier otra riqueza que surja de la mezquindad, de la avaricia, de la corrupción, del halago fácil y cómplice, no sólo destruye las relaciones sino que además mata al ser humano por inanición.
En pocas palabras, la causa de la avaricia que lleva a la persona a acumular y retener no son el dinero ni los bienes materiales en sí mismos, sino la actitud con que las contempla. Es decir, fiarse más de las riquezas que de Dios. De esta desconfianza es la que previene Jesús a sus discípulos.

P. Javier  Rojas sj

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