«Ilumina el mundo»

«13 ``Ustedes son la sal de la tierra; pero si la sal se ha vuelto insípida, ¿con qué se hará salada otra vez? Ya no sirve para nada, sino para ser echada fuera y pisoteada por los hombres. 14 ``Ustedes son la luz del mundo. Una ciudad situada sobre un monte no se puede ocultar; 15 ni se enciende una lámpara y se pone debajo de una vasija (un almud), sino sobre el candelero, y alumbra a todos los que están en la casa. 16 ``Así brille la luz de ustedes delante de los hombres, para que vean sus buenas acciones y glorifiquen a su Padre que está en los cielos.»


                   Mt 5, 13-16

El P. Pedro Arrupe, SJ (1909-1991), que fue Prepósito General de los Jesuitas, afirmó; «No me resigno a que, cuando yo muera, siga el mundo como si yo no hubiera vivido». Y no lo hizo porque se creyera alguien importante e influyente, lo dijo porque estaba convencido de su vocación de cristiano y de ser un colaborador en la misión de Cristo.
Era consciente que Dios necesitaba de él para hacer presente el anhelo de que el hombre sea amado, respetado, cuidado. ¡Qué sería de nuestro mundo si dejáramos por un momento de expresar amor! ¡Qué sucedería con nosotros si dejáramos por un instante de expresarnos bondad, compasión, solidaridad unos a otros! ¿Te imaginas que sucedería? Estoy seguro que el mundo sería un completo caos. Se oscurecería por completo.
En nosotros, en cada uno de nosotros, hay una chispa de luz divina destinada a iluminar la pequeña parcela en la que vivimos. En el mundo somos, como lo afirma el evangelio, la sal que condimenta la vida y la luz que ilumina el sendero por el que transitamos.
La bondad, el amor, la caridad, la paciencia,  son la sal con que damos sabor a la vida.  Y si dejamos de «salar» el mundo en el que vivimos, si dejamos de ser luz para quienes buscan que alguien les ame y los comprenda, ¿qué será del necesitado? ¿Quién dará esperanza al que es ignorado, amor al que se encuentra desesperado? ¿Quién será el cobijo para el que está solo y abandonado?
Cuando Jesus les habló a sus discípulos diciéndoles «ustedes son la sal de la tierra» los estaba animando a no dejar de comunicar a los demás la luz de Dios que había en su interior. Los desafiaba a que no se dejaran desanimar por la desesperanza.
Muchos podrán pensar ¿Y quién se ocupara de mí? Yo también me encuentro solo y desamparado. También me encuentro necesitado de un oído atento que escuche mis penas y mi dolor, ¿Quién será para mí sal y luz?
Dios jamás abandona a aquellos que se comportan como buenos samaritanos para los demás. Y por ello afirma el profeta Isaías «Si compartes tu pan con el hambriento y albergas a los pobres sin techo, si cubres al que ves desnudo y no te despreocupas de tu propia carne, entonces despuntará tu luz como la aurora y tu llaga no tardará en cicatrizar» (Is, 8, 7).
Muy a menudo nuestros propios problemas dejan de poseer el carácter trágico cuando somos capaces de salir de nuestro propio mundo de lamentos. Cuando nos acercamos al dolor del prójimo, el propio recibe la misma acogida con la que nosotros nos disponemos a abrazar el ajeno.
Ser sal y luz significa ser conscientes de que no podemos pasar por el mundo sin que hayamos puesto algo de nosotros para que sea mejor. Hay muchas personas que no conocerán lo que es el amor desinteresado si tú no se lo entregas. Muchos, que jamás comprenderán su propio valor si tú mismo no se los muestras. Hay quienes no sabrán lo que significa ser respetado si tú no lo haces.
Pidamos a Dios ser más conscientes de nuestra vocación de cristianos y de nuestro compromiso con su obra redentora.



P. Javier  Rojas sj

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