Es bien conocido el adagio del oráculo de Delfos grabado en la fachada del templo, «Conócete a ti mismo». Y esto puede tener una doble interpretación. La primera es que para entrar en relación con la divinidad es menester conocerse a uno mismo. Y la segunda, que para conocerse a uno mismo necesitamos la asistencia de Dios. Pero, ¿de qué sirve conocerse a uno mismo y qué relación tiene ello con conocer a Dios? El conocimiento verdadero de uno mismo puede resultar duro, sobre todo cuando ello implica mirar de frente la propia realidad, oculta a veces detrás de la fachada de “todo está bien”. ¡Por supuesto que hacer esto no significa creer que “todo está mal”!, pero necesitamos hacer un “alto” para preguntarnos a nosotros mismos, y sin ánimo de justificarnos ni de castigarnos, si realmente el curso de nuestra vida va bien. Creo que lo que más nos cuesta en ocasiones es reconocer los errores para enmendarlos, siendo que en ello radica en gran parte el crecimiento personal. Nuestra relación con Dios y con los demás, depende en gran medida del conocimiento que tenemos de nosotros mismos. Cuánto más consciente somos de nosotros mismos, mayor capacidad tenemos de enmendar actitudes erróneas y fortalecer aciertos.
Una tentación muy común es creer que el conocimiento personal radica en ahondar en las propias raíces o en la propia historia, por ejemplo, en el «niño herido», en los traumas de la infancia, en las carencias o faltas de mis progenitores, en las compulsiones o pasiones etc. y la consecuente incidencia en las relaciones o comportamientos actuales.  Es verdad que conocer todo esto resulta valioso, sobre todo porque permite hallar respuestas a ciertas actitudes o modos de proceder, pero en ello no acaba ni mucho menos el conocimiento personal. Contemplar nuestra historia y comprenderla, para ojalá poder aceptarla, no significa que hayamos iniciado un camino de conversión. Es cierto que conocemos mejor nuestra historia personal, pero con ello recién nos encontramos en los preludios del crecimiento personal. Ni las compulsiones, ni las pasiones, ni los traumas de la infancia dejan de operar por el solo hecho de que ahora las conozco, pues seguirán estando ahí, y haciendo lo que saben hacer. Muchas personas caen en el error de creer que el conocimiento es lo que cambia, cuando en realidad lo que hace es revelar con mayor crudeza quienes somos;  pero aún no hemos cambiado nada de lo que todavía somos. Si deseamos crecer hemos de dar otro paso más en el conocimiento personal. ¿Qué paso es ese?. San Ignacio de Loyola, en eltercer punto [EE58] del segundo ejercicios sobre los pecados en la primera semana, propone un ejercicio muy sugerente: “Mirar quién soy yo” en comparación con todos los hombres, en comparación con todos los ángeles y santos del paraíso, y por último, en comparación con todo lo creado.
El conocimiento personal no sólo debe ofrecer conocimiento de nuestras heridas o del daño que hemos sufrido, sino también del daño que <<hacemos>> a los demás, y sólo cuando podemos sentir el daño que ocasionamos a los demás es cuando cambiamos. Conocer nuestras heridas no cambian nuestras actitudes con los demás, lo que cambia nuestra relación con ellos es conocer el daño que les ocasionamos actuando de determinada manera. El conocimiento personal se convierte en un juego del “yo-yo” sino toma en cuenta el daño que infringimos a los demás. El conocimiento personal nos ayuda a crecer y a ser mejores personas en el presente y no para inundar nuestro cerebro con los hechos del pasado. Hemos de ser consciente que somos criaturas capaces de hacer grandes cosas cuando amamos, pero también de dañar y seguir dañando a otro si no somos capaces de reconocer nuestras actitudes. Al sanar <<las ramas>> de nuestras relaciones, las <<raíces>> de nuestra historia también se curan. No te quedes escarbando tu dolor y tus heridas en el pasado, construye relaciones sanas y libres fundadas en Dios y su gracia hará el resto.
P. Javier Rojas sj

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