Ignacio encontró a Dios en todas partes: en los pobres, en la oración, en la misa, en sus compañeros jesuitas, en su obra y, lo más conmovedor, en un balcón de la casa de los jesuitas en Roma, donde le gustaba mirar hacia arriba, en silencio, a las estrellas en la noche. Momento en que derramaría lágrimas con reverente asombro. Sus respuestas emocionales a la presencia de Dios en su vida, desmiente el estereotipo del santo frío.
Ignacio fue un místico que amó a Dios con una intensidad poco común incluso para los santos. Él no era un renombrado erudito como Agustín o Tomás de Aquino, ni un mártir como Pedro o Pablo, ni era un gran escritor como Teresa o Benedicto, y tal vez no una personalidad querida como Francisco o Teresa. Pero él amaba a Dios y amaba el mundo, y esas dos cosas las hizo bastante bien.
James Martin sj

Comentarios