«Salir de sí mismo»


« En esos días se levantó María y fue de prisa a una ciudad en la región montañosa de Judá. Entró en casa de Zacarías y saludó a Elizabeth. Aconteció que, cuando Elizabeth oyó la salutación de María, la criatura saltó en su vientre. Y Elizabeth fue llena del Espíritu Santo, y exclamó a gran voz y dijo: --¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿De dónde se me concede esto, que la madre de mi Señor venga a mí? Porque he aquí, cuando llegó a mis oídos la voz de tu salutación, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Bienaventurada la que creyó, porque se cumplirá lo que le ha sido dicho de parte del Señor. »

Lc 1, 39-45



¡Qué estrecha es la relación que existe entre padres e hijos! ¿Es cierto que los hijos son el reflejo de sus padres?
La verdad es hay una vinculación muy estrecha entre los padre y los hijos. Y, aunque hay excepciones, sin embargo, es habitual que identifiquemos a una familia por los modales y gestos de uno de sus miembros. Podemos decir, que cada uno de nosotros lleva el sello de nuestra familia. 
Pues así es como podemos conocer a los padres de Jesús. En sus gestos vislumbramos a sus padres. En la manera de actuar de Jesús podemos ver el sello de la familia de Nazaret.
Tal vez no conozcamos con exactitud qué rasgos de María y de José calaron más hondo en el corazón de Jesús, pero, podemos imaginar que desde el vientre materno aprendió que antes las necesidades de los demás hay que ponerse en camino. Cuando alguien necesita de nuestra ayuda hay que saber salir de sí mismo para ir al encuentro del otro. 
Nos cuenta Lucas que María «fue de prisa» a casa de Isabel en cuanto oyó que estaba embarazada. Y ella, ¿no lo estaba también? ¿No era ella la Madre del Salvador? ¿Por qué habría de ponerse en camino para ayudar a su prima?
Podemos dar respuestas a estas preguntas, pero lo cierto es que Jesús aprendió que la mayor dignidad de una persona no está en ser servido, sino en servir. Ésta es la persona más grande en el Reino de los Cielo, es que sirve a los demás. 
Desde este gesto tan sencillo de salir deprisa hacia el encuentro del otro, es como podemos comprender el misterio del pesebre. Dice la carta a los Filipenses que Jesús, siendo de condición divina no se aferró a ello, sino que se despojó de sí mismo. (Fil 2, 6-7). Jesús vuelve a vivir este gesto maravilloso en el vientre de su Madre. 
Nosotros nos llamamos y reconocemos como cristianos, pero ¿nos reconocen como tales al oírnos hablar y actuar como pertenecientes a la familia de Dios? ¿Identifican por medio de nuestros comportamientos que somos de la familia de Dios? ¿Pueden decir que nosotros, los cristianos, salimos de nosotros mismos para ponernos en camino al encuentro del otro?
El cristiano lleva en su alma el sello de que pertenece a la familia de Dios. Sin dudas que a ser familia se aprende. No es algo que venga dado, debe cultivarse no sin cometer errores. Nadie nace sabiendo pero queremos ser cada día más sabios. Aunque la necedad nos plante guerra.
En el tiempo de navidad que se aproxima es un momento oportuno para reflexionar sobre mi pertenencia a la familia de Dios. Esta familia que es numerosa y heterogénea. Una familia en la que encontramos cobijo y también sin sabores. Pero es nuestra familia. Hemos nacido en ella y es su espíritu el que nos mantiene vivos.
El cristiano es muy duro a veces con los miembros de su familia. Le exige mucho pero tal vez no colabora lo suficiente para mejorarla. Se siente en la vereda del reclamo y la queja y justifica su pereza aludiendo a que “no hay lugar para él”.
La familia cristiana no es ni será la familia Ingalls, pero es la familia que María y José iniciaron y Jesús le dio plenitud. Esta familia, aún con errores y sombras, puede convertirse en cobijo y lugar de descanso si nos animáramos a dejar de exigir tanto, dando tan poco. 
La primera enseñanza que recibió Jesús de su Madre fue en el vientre materno. Se puso en camino con ella a servir. Jesús aprendió de María a no estar indiferente ante el dolor ni acostumbrarse a la injusticia.
Para salir de sí mismo hace falta primero valentía y luego un amor verdadero hacia el prójimo. Requiere saber dejar de lado los prejuicios, saltar las barreras sociales, franquear las propias ideologías y atravesar los propios miedos, para vivir una auténtica fe. 
Animarse, como dice San Alberto Hurtado SJ a «atravesar la corteza de indolencia y apatía que cubre el corazón del hombre, como el carbón cubre el diamante».
El Hijo de Dios vino a servir. Éste es el gesto que identifica a una persona como un verdadero cristiano. 
María salió de sí misma para ir al encuentro de su prima Isabel. 
Al contemplar el pesebre, oímos que pregunta ¿Has salido de ti para ir al encuentro del otro? ¿Has podido vencer tus egoísmos y prejuicios para encontrarte con tu hermano? ¿Has logrado liberarte de tu resentimiento para acercarte al otro? ¿Has podido quebrar tus exigencias para abrazar al otro? En definitiva, este año que está terminando, ¿Has amado?


P. Javier Rojas sj

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