Cuando solemos reunirnos a conversar con un amigo, suceden varias cosas muy diferentes de las nos que ocurren cuando la conversación transcurre con una persona desconocida o apenas conocida.
En primer lugar, uno llega al lugar del encuentro con alegría, con deseos de un acercamiento fraterno e íntimo, con ansias de un  fuerte abrazo  y con interés de intercambiar un sinfín de historias, emociones, sentimientos y consejos…
Ante los amigos no necesitamos usar  máscaras. Podemos ser “nosotros mismos”, sin sentirnos  juzgados ni menoscabados. Podemos hablar con total sinceridad y expresarnos con sencillez, naturalidad y franqueza. Con un amigo somos espontáneos y naturales. No hay nada que temer ante ese querido compañero incondicional.
Sucede, a veces, que en medio de la conversación, que puede ser animada o nostálgica, se imponen silencios. Son como instancias de sosiego en medio del frenesí de las palabras. Y también eso es muy bueno y sano que suceda. Los silencios entre amigos queridos son verdaderos “abrazos de corazón a corazón”.
En sus Ejercicios Espirituales, Ignacio propone un coloquio con Cristo en el que se le hable “como un amigo habla a otro amigo” [EE 54].
Aquí nuestro maestro espiritual nos está diciendo que seamos naturales y sinceros, que hablemos con total confianza y con el corazón abierto con Jesús. Nos recuerda que no seremos abandonados en el medio de la charla porque su interés en nosotros es absoluto. Luego de que hablamos, es sumamente importante hacer silencio y escuchar lo que el Señor nos quiere decir. Si todo el tiempo habláramos sin parar ¿cómo lo vamos a escuchar?
Elbert Hubbard decía que: “un amigo es el que lo sabe todo sobre ti y a pesar de ello te quiere”. Si para el amor humano esta afirmación nos anima y nos emociona hasta las lágrimas…cuánto más nos sucede cuando la charla se da con nuestro “mejor amigo”. Ese, que siendo Dios se encarnó por amor a nosotros, y llegó a dar la vida para que la nuestra sea plena y eterna.

@Ale Vallina

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