Juan predicaba, diciendo:
"Detrás de mí vendrá el que es más poderoso que yo, y yo ni siquiera soy digno de ponerme a sus pies para desatar la correa de sus sandalias.
Yo los he bautizado a ustedes con agua, pero él los bautizará con el Espíritu Santo".
En aquellos días, Jesús llegó desde Nazaret de Galilea y fue bautizado por Juan en el Jordán.
Y al salir del agua, vio que los cielos se abrían y que el Espíritu Santo descendía sobre él como una paloma;
y una voz desde el cielo dijo: "Tú eres mi Hijo muy querido, en ti tengo puesta toda mi predilección." 
Mc 1,7-11



¿Quién dice que el cristianismo es aburrido? ¿Quién dice que los cristianos no sabemos gozar de vida? ¿Quién dice que la Iglesia es enemiga de las fiestas? ¡Al contrario, lo hacemos todo a lo grande!

Casi tres semanas llevamos de celebración, desde aquel 24 de diciembre del año pasado en que empezábamos a celebrar la Nochebuena hasta hoy, día del bautismo del Señor, con el que concluimos el tiempo de Navidad. Durante este tiempo hemos proclamado a los cuatro vientos que Dios en Jesús se hacía uno de nuestra Historia, que el Mesías esperado había nacido. ¡Algo increíble!

Increíble que naciera el Mesías. Increíble que lo hiciera fuera de la ciudad, porque no había posada para él. Increíble que los primeros destinatarios de tal acontecimiento fueran los pastores, personas marginadas por su propio oficio. Increíble, más increíble todavía, lo que en aquella noche santa se nos decía en la carta del apóstol San Pablo a Tito: “Ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres”. Para todos. Sin excepción. El Mesías-salvador lo iba a ser para toda la Humanidad. Para todos los pueblos, sin distinción. Así lo recordábamos hace unos pocos días en la celebración de la Epifanía, la manifestación del Señor a todos los pueblos de la tierra, representados en los magos venidos de oriente.  En Jesús todos somos pueblo elegido, todos somos salvados. Tú eres salvada. Yo soy salvado.

Durante este tiempo, a cada celebración litúrgica le ha ido acompañando la celebración en la vida ordinaria. En cada celebración de la vida ordinaria hemos ido renovando nuestro deseo de una vida más reconciliada, más fraterna más pacificada, más solidaria,… más humana. Lo hemos celebrado entrañablemente en familia y también en el bullicio de las calles. Lo hemos celebrando echando de menos a seres queridos y embobados viendo la ilusión de los niños ante todo lo navideño.

Todo eso lo ha suscitando el nacimiento de un Niño que nos recuerda que Dios ha querido habitar nuestra historia. Al decir “nuestra historia” es la historia colectiva de la Humanidad, pero lo es, principalmente, la historia personal de cada uno de nosotros: tu historia y la mía. Estás habitada por Dios. Estoy habitado por Dios. El Espíritu Santo ha descendido sobre nosotros como lo hizo sobre Jesús en las aguas del Jordán.

Con el bautismo del Señor damos por finalizadas las fiestas de Navidad. Comienza nuestro seguimiento en la vida ordinaria. Hoy se nos revela solemnemente cuál es la verdadera identidad de ese Niño que hemos contemplado en Belén: el Hijo amado de Dios, su predilecto. En él, en Jesús, también se nos revela nuestra identidad.

Llama poderosamente la sobriedad de la escena narrada por Marcos, sin muchos detalles ni estridencia de ninguna clase, con un único efecto especial: la puesta en escena de la Santísima Trinidad: la presencia del Espíritu Santo en el Hijo y la voz del Padre. No cabe ninguna duda: Jesús es el Hijo de Dios.

Enseguida nos asaltan las preguntas: si es el Hijo de Dios, ¿qué sentido tiene que se sumerja en las aguas del Jordán? Si es el Hijo de Dios, ¿por qué recibir el bautismo de los pecadores el que es el manantial de la gracia? La respuesta no la encontramos en nuestra cabeza, sino en entrar con el corazón en la lógica de Dios. La respuesta la descubrimos en la cueva de Belén, en el modo que Dios eligió para entrar a formar parte de la Historia de la humanidad. La respuesta la encontramos en tantos años de vida oculta en Nazaret. La respuesta la encontramos a lo largo de todo el Evangelio, en el modo que ha elegido Dios de estar y de permanecer en la Historia de la Humanidad. La respuesta la encontramos en su fidelidad inquebrantable a Dios y a la Humanidad.

Jesús a la cola, como un pecador más para recibir el bautismo de Juan. Jesús abajándose para recibir el agua purificadora, como un pecador más. No es la primera vez que se abaja Jesús. Tampoco será la última. Lo hará muchas veces a lo largo del evangelio, y por eso será considerado un pecador más. El abajamiento fue el único modo posible que tuvo Jesús para poder levantar a las personas a las que la vida ha dejado tiradas en los caminos. El abajamiento definitivo será bajo el peso de la cruz, y colgado en ella será considerado maldito, un pecador más. Hasta que, como en el Jordán, se rasgue el cielo y en el sepulcro Dios proclame su Palabra de Vida que confirma: “Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto”. Dios no abandona en la muerte a quien ha sido capaz de vivir entregando la vida.

Esa es la voz definitiva del Padre, que libra de todo pecado, de toda esclavitud y servidumbre. Esa es la voz definitiva que alcanza a Cristo y a todos los que en su nombre hemos sido bautizados. La vida definitiva de Jesucristo manifestada en la resurrección la recibimos los cristianos en nuestro bautismo. La recibimos a modo de semilla que debemos cuidar para que crezca y fructifique. La semilla la recibimos como don, cuidarla es nuestra responsabilidad. ¿Qué hacemos con el don del bautismo?

Con el bautismo se nos abren las puertas para una vida plena. Si éstas se cierran son siempre desde el lado de la tierra y no desde el lado del cielo, desde nosotros y no desde Dios. Porque él nos sigue diciendo a cada uno de nosotros: “Tú eres mi hija amada, mi hijo amado”. Ese “tú” eres tú. Cada uno de nosotros somos el “tú” de Dios.
P. Ángel María Ipiña csv

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