«Vivir anticipadamente la gracia»


« En aquel tiempo, Jesús salió y se retiró al país de Tiro y Sidón. Entonces una mujer cananea, saliendo de uno de aquellos lugares, se puso a gritarle: «Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo». Él no le respondió nada. Entonces los discípulos se le acercaron a decirle: «Atiéndela, que viene detrás gritando». Él les contestó: «Sólo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel». Ella los alcanzó y se postró ante Él, y le pidió de rodillas: «Señor, socórreme». Él le contestó: «No está bien echar a los perros el pan de los hijos». Pero ella repuso: «Tienes razón, Señor; pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos». Jesús le respondió: «Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas». En aquel momento quedó curada su hija».


                   Mt 15, 21-28

Hace años cuando me desempeñaba como capellán de un colegio, tuve la oportunidad de acompañar al equipo de basquet a un torneo interescolar.
Recuerdo que el entrenador al ver que el equipo no estaba dando lo mejor, pidió tiempo, los llamó y les dijo los siguiente: «para alcanzar las metas que nos proponemos tenemos que pensar y vivir en el presente como si ya las hubiéramos conseguido, pero sabiendo que sólo la perseverancia nos permitirá vivir lo que ahora sólo podemos desear que llegue».
En esa oportunidad me pareció un discurso motivador muy eficaz.  De hecho, percibí que la actitud interior de los alumnos había cambiado por completo.
Ya no jugaban a ser estrellas del deporte, sino que se movían como un verdadero equipo luchando por algo que deseaban juntos. Y aunque en esa ocasión no lograron el resultado que esperaban, sí habían alcanzado una meta importante: aprender a jugar como equipo.
El entrenador se dio cuenta que no estaban preparados ni mental, ni afectivamente para jugar ese partido. No se sentían parte del equipo sino una suma de individualidades. Lo que el entrenador les había dicho fue que para ganar como equipo hay que tener corazón de ganadores, para vencer hay que tener mente de vencedores, para lograr una meta hay que tener una voluntad perseverante y hay que ser constantes.
La meta que alcanzaron los alumnos en aquella oportunidad fue maravillosa.
Al volver al colegio en el autobús con ellos noté que su alegría era desbordante. Se reían y se hacían bromas unos a otros de sus equivocaciones. No había reclamo alguno ni se hacían responsables unos a otros, culpándose, de los fallos que habían cometido. Estaban felices porque habían jugado como equipo. Lograr esto para ellos fue muy importante.
Creo que si hubieran logrado ganar en aquel partido, en la condición en la que se encontraba el equipo, muy pronto hubiera aparecido el “estrellita” del deporte haciendo alarde de lo estupendo que había jugado y seguramente, aunque tal vez no se hubiera animado a decirlo, estaría pensando que todos deberían reconocerlo a él como el mejor jugador. ¡Así piensan los perdedores!
A veces creo que en nuestra vida de fe nos ocurre lo mismo, o mejor dicho, debería sucedernos lo mismo. Me refiero a «pensar y vivir» que ya hemos recibido de Dios lo que le pedimos. Vivir como si ya lo hubiéramos conseguido.  Sin embargo, creo que muchas veces no tenemos la mente, ni el corazón, ni la voluntad lo suficientemente dispuestos para recibir lo que le pedimos a Dios.
La mente no está lo suficientemente atenta para saber afrontar y sostener lo que vendrá. Debemos tener la mente muy despejada para que no se nos suban los “humos” cuando las cosas nos van bien y tenemos éxitos. El corazón debe saber guardar la gratitud y la generosidad si no quiere corromperse fácilmente. La ambición y la avaricia rápidamente herrumbran el alma. También se requiera habernos probado en la perseverancia. Tanto si deseamos alcanzar grandes metas, como si queremos mantener lo que conseguimos necesitamos de disciplina y constancia. Si no somos perseverantes en el bien, nuestros logros son como “un globo de cumpleaños” que se termina desinflando sin que nos demos cuenta.
 En el evangelio hay dos situaciones que grafican muy bien esta realidad de mente, corazón y voluntad dispuesta a recibir la gracia de Dios.
Una de ella es la escena del centurión que se acerca a Jesús en Cafarnaún para pedirle que sane a su sirviente. Luego de que Jesús se ofreciera a ir a curarlo, el capitán respondió a Jesús «Señor, no soy digno de que entres en mi casa. Di una palabra solamente y mi sirviente sanará» (Mt 6, 8). Jesús dijo a los que estaban con él: «En verdad, no he encontrado fe tan grande en el pueblo de Israel».
Aquel oficial fue a pedirle a Jesús lo que necesitaba sabiendo que con «solo una palabra»  conseguiría lo que deseaba.
Jesús alabó la fe del centurión porque le bastó que tuviera la intención de ir a curarlo para estar seguro que ya había recibido lo que le pidió. ¿Pedimos nosotros a Dios lo que necesitamos con la certeza que nos concederá lo que le pedimos? Tal vez, nuestras peticiones se demoran porque no hay en nosotros la disposición interior para recibir, o porque lo que en verdad necesitamos no es lo que pedimos.
El otro ejemplo es el evangelio de hoy. Una mujer que se conforma con «las migas que caen de la mesa». Ella era consciente que no pertenecía al Pueblo elegido pero sin embargo sabía que ante su insistencia Jesús le concedería lo que necesitaba.
¡Qué bien nos haría pedir a Dios pensando y viviendo como si ya nos lo hubiera concedido! Nosotros esperamos a que nos de lo que pedimos para luego vivir conforme a ello. Pero, ¿Por qué no vivir como si ya nos hubiera dado lo que le solicitamos? ¿O es que nuestra fe no es tan grande como la del oficial ni tan humilde como la de aquella mujer?.
Tal vez, descubramos como aquel grupo de alumnos que para lograr un triunfo necesitamos primero alcanzar otras metas. A veces tengo la impresión de que pedimos a Dios que nos corone como ganadores cuando todavía no hemos iniciado el partido. ¿Qué medios ponemos de nuestra parte para conseguir lo que le pedimos a Dios?
Pidamos a Dios la grandeza del corazón de esta mujer, para pedir con insistencia y para aceptar serenamente lo que Él quiera darnos.



P. Javier  Rojas sj

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