VOLVER AL PADRE NUESTRO
El Padrenuestro es como un río. Hemos crecido inmersos en él y es tan originante en nuestra experiencia cristiana como el agua de nuestro Bautismo. Los recuerdos de nuestra infancia están salpicados de padrenuestros (así, en plural y con minúscula), porque entonces predominaba, sobre todo, la cantidad: tres padrenuestros eran una penitencia razonable en nuestras confesiones; en el rosario estaban convenientemente señalizados por las bolas más gordas, que permitían un descanso entre las avemarías; los de la visita al Santísimo eran cinco, acompañados por "vivas" a Jesús Sacramentado, y estaba también aquel "por las intenciones del Sumo Pontífice" que nos abría, por fin, las compuertas de la indulgencia plenaria.
 No era tiempo de entenderlo, sino de familiarizarnos con él y de incorporarlo a nuestras primeras experiencias orantes. Era el tiempo de sentirlo confusamente como una fuerza que nos vinculaba con los demás cristianos cuando lo rezábamos en alta voz en la misa de los domingos.
 De mayores tenemos que guardar todo eso como un tesoro, pero tenemos que saber también bucear más hondo y remontar su corriente hacia arriba, hasta dar con las fuentes de donde nace. Que nadie se asuste: no voy a ponerme a hablar de sus antecedentes rabínicos, ni a comparar las versiones de Mateo y Lucas, ni a intentar una nueva explicación de aquello del epiousion de la cuarta petición. Lo del H2O es importante y está muy bien estar enterados, pero sólo sabemos de verdad lo que es el agua cuando bebemos en una fuente después de una caminata o cuando nos zambullimos en el mar en una mañana de verano. Buscando río arriba, he ido encontrando algunas de esas fuentes del Padrenuestro que me llevan a hacer hoy algunas afirmaciones, con algo de timidez y mucho de convencimiento: el Padrenuestro nace de la insatisfacción, del atrevimiento, de la despreocupación y de la compasión.
El Padrenuestro nace de la insatisfacción  Resulta un poco abrupto empezar así; es como si, al ir a franquear una puerta, nos encontráramos con un letrero colgado: "Satisfechos, abstenerse". Pero es el evangelio mismo el que podría llevar ese aviso en su primera página, y sus palabras, que nos atraviesan el alma como una espada de doble filo, revelan si en nuestras actitudes últimas ante Dios estamos hambrientos o saciados, si nos habita el deseo o la indiferencia.
 Es Lucas quien aborda de una manera más provocadora el tema de los satisfechos y los saciados: el Señor los despide con las manos vacías (1,53); Jesús les dedica una anti-bienaventuranza que es una verdadera declaración de desdicha (6,25); el rico que había almacenado bienes para muchos años o el de la parábola de Lázaro comían, bebían y se daban la buena vida, pero terminan de una manera desastrosa (12,19; 16,23); el tesoro que parecía asegurar la vida queda ridiculizado, porque hasta las polillas pueden destruirlo (12,34). Los sabios y entendidos tampoco quedan mejor parados que los ricos (10,21) frente a esa turba de insatisfechos que son desde siempre los hambrientos, los pobres, los ignorantes de solemnidad, toda esa gente que anda inquieta buscando, pidiendo y llamando a las puertas. El evangelista los presenta con una simpatía que no puede ser calificada más que como descaradamente tendenciosa. Las experiencias de mayor ternura y de mayor alegría las viven personajes heridos por una ausencia, por una pérdida que los ha dinamizado hacia la búsqueda. Si el hijo o la oveja o la moneda recobran tanto valor, es porque el hueco que dejaron al perderse hizo caer en la cuenta a los que los tenían junto a ellos de cuánto los querían y cuánto significaban en sus vidas.
 En cambio, aquellos convidados rechazaron la invitación, porque estaban tan a gusto con su nuevo campo, su boda o su yunta de bueyes, y lo tenían todo tan redondo y tan completo que les pareció que no necesitaban nada más. Su misma saciedad los tenía embotados y los incapacitaba para darse cuenta de lo que significaba el banquete que se iban a perder. Es posiblemente esta parábola la que mejor nos revela la clave de por qué hay en el evangelio tanto rechazo de la satisfacción y de la saciedad: porque el hambre, la sed y el deseo son los grandes símbolos que nos vinculan al Reino y nos mantienen expectantes y en marcha, y cuando los símbolos se desvirtúan, el acceso a la realidad que simbolizan se hace casi imposible. Lo mismo que la seguridad que da la riqueza se convierte en un ídolo, lo mismo que el sueño afloja la tensa espera del esposo que está al llegar, la saciedad engaña nuestra hambre y el agua de charcos que bebemos en el camino entretiene nuestra sed, y llegamos a creer que no hace falta seguir caminando para llegar al manantial.
 Podemos vegetar pacíficamente en nuestros pequeños tráficos cotidianos como aquella isla del poema de Dámaso Alonso: "isla ufana de sus palmeras, de sus celajes y de sus flores, llena de dulce vida y de interior isleño, ..... pero olvidada, ensimismada en sueños como suaves neblinas, quizá sin conocer el ceñidor azul que la circunda, su razón de existir, lo que le da su ser..." 1
Y si nunca hemos sospechado que ese mar tiene tempestades y estamos más o menos conformes con que las cosas sean como son y estén como están; si decimos con frecuencia: "total-para-lo-que-se-puede-hacer"; si no nos quema por dentro el ansia de que se descubra el revés de la trama de la historia ni se nos enciende nunca la chispa del deseo de que el misterio que nos envuelve sea reconocido como Abba, entonces presentamos un síndrome absolutamente tóxico y nos será difícil rezar con una mínima coherencia el Padrenuestro. Porque todo él es clamor impaciente de hijos a quienes apremia el deseo de acelerar la hora de comer y beber y saciarse juntos en el banquete definitivo, alrededor de la gran mesa preparada por el Padre. Hasta que llegue ese momento, el Padrenuestro tiene una misión mistagógica, y quizá sea suficiente dejarnos educar por él y permitir que nuestra pequeña isla satisfecha se vaya dejando anegar por las grandes olas de Dios: su Reino, su voluntad, su gran proyecto del pan compartido y de la comunión rehecha.
El Padrenuestro nace del atrevimiento
 Y es la liturgia misma, tan sobria y tan enjuta, la que lo afirma así. Siempre me ha parecido casi un milagro el que, en medio de la severidad tan gris de sus rúbricas, se nos haya conservado ese estallido de color que es la exhortación a la audacia que precede al Padrenuestro. Y me parece una maravilla precisamente porque el atrevimiento no es una actitud característica de nuestra Iglesia y, en general, está considerado como algo incómodo que desentona allí donde las cosas están ordenadas, clasificadas y convenientemente revestidas de dignidad. Suena más o menos a falta de respeto, como si un niño se pusiera a hacerle cosquillas a un guardia suizo del Vaticano. Desde luego, hay que ser atrevidos para llamar a Dios Abba y para expresar en alto peticiones que, de por sí, se nos congelarían en la garganta. Si la oración la hubiéramos inventado nosotros, nos habría salido menos utópica, más modesta y adecuada a la realidad de nuestros sentimientos, de los que no nace tan espontáneamente decir: "hágase tu voluntad" o "perdónanos como nosotros perdonamos".
 En cambio, el Padrenuestro tiene mucho de ese talante desinhibido y casi descarado de esas gentes del evangelio ante las que Jesús no oculta su admiración y que a nosotros nos da la impresión de que se pasaban de atrevidos: nos parece que la cananea estuvo inoportuna con tanta insistencia; que Bartimeo daba demasiadas voces; y no digamos nada de aquel que llamaba a la puerta de su vecino a medianoche para pedirle un pan para su amigo. No nos resulta correcto que la hemorroísa recurriera a los empujones para conseguir tocar a Jesús, ni mucho menos que cuatro individuos metieran por el tejado la camilla del paralítico. Nosotros, gracias a Dios, tenemos otra educación, somos mucho más ponderados y discretos y sabemos situarnos en una postura equidistante y ecuánime, en ese paraíso dotado de toda clase de bienes preternaturales que es el centro, desde el que no nos decidimos a dar un paso hacia ninguna parte, no sea que peligre ese "patrimonio espiritual de occidente" que llamamos prudencia.
El lenguaje eclesiástico
 es experto en matices y sutilezas y, gracias a unos cuantos adverbios y adjetivos estratégicamente colocados, puede conseguir que las afirmaciones más afiladas se vuelvan aterciopeladas y redondas.2

 Claro que más vale así, porque cuando alguien se atreve a llamar a las cosas y a las situaciones por su nombre, suele durar poquísimo en los cargos públicos, en los puestos de gobierno e incluso en este mundo. Monseñor Romero decidió salirse de ese lenguaje esférico que apunta en todas las direcciones, y así le fue...
 Por eso nosotros preferimos adoptar las cualidades del agua, que es inodora, incolora e insípida y, encima, tibia. Y eso aunque estamos avisados de lo que ocurre con lo tibio cuando va a parar a la boca de Dios.
 Menos mal que el Espíritu Santo que anima a la Iglesia es mayor que ella y le hace decir cosas casi a pesar de sí misma, como pasaba con los profetas. Por eso no deja de empujarnos a la audacia y de sacudirnos cada año con el: "conviértete y cree en el evangelio", y cada día con el atrevimiento del Padrenuestro. El "audemus dicere" que nos lo enmarca es una llamada de alerta, un aviso grave: decir "venga tu Reino" y "hágase tu voluntad" no es inofensivo ni intrascendente, no es una espera pasiva de que el Padre los haga llover del cielo: lo que le estamos pidiendo es que nos ponga en la brecha junto a su Hijo, para vivir y trabajar en la historia como él.3
 Y ese riesgo que recorre la oración llega hasta el "Amén" con el que afirmamos como verdadero lo que acabamos de decir y lo reconocemos como válido y seguro y, por eso mismo, vinculante. Lo que había empezado por un atrevimiento concluye con una vinculación, y por eso reproduce, como en maqueta, lo que es el proceso mismo de la fe. Y es que tanto el creer como el orar, que es su cara consciente, nacen de un riesgo que corremos voluntariamente al apoyarnos en una certeza diferente de la que nos proporcionan las verificaciones sensibles o los cálculos matemáticos. Cuando nos decidimos a creer o a orar, damos libremente un primer paso hacia ese Alguien que siempre nos precede, pero eso no nos es evidente cuando nos exponemos a su exigencia. Y, sin embargo, intuimos oscuramente que, si no nos arriesgamos a jugárnoslo todo a un amor, nunca llegaremos a saber si ese amor era capaz de sostener el todo de nuestra vida. Nunca haremos la experiencia de que Dios es ternura y acogida incondicional si no nos lanzamos a llamarle Abba; sólo si nos abrevemos a ir más allá de la negatividad de lo real podremos ser alcanzados por la certidumbre del Amén de Dios. La Iglesia nos alienta y sostiene en esta aventura del creer y del orar, porque ella es "audax pusillanimis", como es también "casta meretrix". Y es ahí donde se esconde lo más hermoso y lo más grande de su misterio.
El Padrenuestro nace de la despreocupación

 Porque las preocupaciones tienen mala prensa en el evangelio y hay que andar muy atentos para no confundirlas con la vigilancia, que está mezclada con ellas como el trigo con la cizaña.
 Cuando nos encerramos en nuestro cuarto a orar, las preocupaciones o se quedan dentro, o se ponen a golpear la puerta de nuestra conciencia y pretenden siempre pasar las primeras y ser atendidas en el acto.
 Son ellas las que tejen nuestra versión apócrifa del Padrenuestro: si nuestro buen nombre ha quedado maltrecho, si nuestros planes están a punto de frustrarse o si algo amenaza nuestra santísima voluntad aquí en la tierra, entonces ponemos el grito en el cielo. Con lo del pan coincidimos un poco más, pero cambiando el "nuestro" por "mío" y recordando más lo que otros nos deben que lo que nos No; las preocupaciones no son un buen humus para que florezca la oración y, si no conseguimos distanciarnos de ellas, convertiremos el gran árbol del Padrenuestro en un bonsai, más o menos artístico, pero enano.
 "No andéis preocupados por vuestra vida", decía Jesús (/Lc/12/22); "no toméis nada para el camino" (Lc 9,3); "el que pretende poner su vida al seguro la perderá" (Lc 17,33); es inútil andar levantándose por la noche, porque "la semilla crece sin que se sepa cómo" (Mc 4,24). Ni siquiera por el Reino hay que preocuparse: hay que buscarlo (Lc 12,29-31); el cambio de verbo es significativo, porque nos hace ver que la ansiedad es como una sustancia radiactiva que puede contaminarlo todo.
 Lo que ocurre es que nosotros confundimos la búsqueda con la preocupación, la intensidad con la tensión, y el ser responsables con el hacernos los importantes. Nos deslumbran secretamente esos personajes que van por la vida "de valiosos", abrumados por la trascendencia de sus responsabilidades y protegidos por un equipo de defensa y camuflaje que suele constar de agenda a tope, rictus de prisa, maletín de documentos y bibliografía en alemán. Podrían llevar colgada a la espalda aquella pegatina de: "Estamos tan ocupados que no sabemos si vamos o venimos", y seguramente hace mucho tiempo que no han probado a descalzarse, a jugar a las chapas con un niño, a reírse a carcajadas o a comerse por la calle un helado de fresa.
 "Je sis sérieux, moi", decía al Principito el habitante de aquel planeta que contabilizaba estrellas sin poder perder un minuto; y se diría que en nuestro planeta-Iglesia sobran ejecutivos y funcionarios y faltan cantores y poetas. Y eso supone, entre otros peligros, que llegue a resultar poco serio el que a alguien le interese cómo son por dentro los pétalos de un lirio, quién alimenta a los gorriones en invierno o qué siente una mujer después de haber parido... A Jesús: le quedaban tiempo y espacio interior para ocuparse de. todo eso, que eran para él cosas del Padre. Pero es que el lugar que en nosotros se reservan nuestro yo y su séquito, en él estaba vacío, como un hogar abierto, iluminado y caliente. No sabemos ser como él; pero, si probamos a dejar las puertas de: nuestra-vida abiertas, entrarán la gente y sus problemas; si nos asomamos a las ventanas, probablemente llegará a nosotros el rumor de otros gritos y de otras esperanzas, y entonces nuestras pequeñas preocupaciones se Irán quedando arrinconadas y olvidadas en el cuarto trastero y, cuando nos pongamos a rezar, nuestro yo encontrará su verdadero sitio junto al Tú del Padre y el nosotros de la comunidad de hermanos. También aquí el Padrenuestro es mistagógico: atrevernos a decir: "Padre, santificado sea tu nombre" y a dejar el cuidado del nuestro en sus manos, libera para el Reino toda esa atención y energía que dedicamos a intentar asegurarnos y protegernos por nuestra cuenta. Porque el secreto de la des-preocupación está en la decisión de confiar en que quien se ha hecho cargo de nuestro nombre, lo lleva grabado en sus palmas como un tatuaje (Is 49,16).
 El Padrenuestro nace de la compasión
 Desde los tiempos de Pablo andamos los cristianos bastante convencidos de que no sabemos pedir como conviene; pero la raíz de esa incapacidad es que no sabemos sentir como conviene. Por eso nos viene grande el Padrenuestro y sospechamos vagamente que no está hecho para nosotros, sino para una talla mayor, para unos superhombres verdaderamente filiales, fraternos, libres y entregados al Reino y a su justicia. Y en realidad, no nos falta algo de razón, porque sólo Jesús sabe rezarlo: es él quien fue acostumbrando a Dios a ser invocado como Abba desde el tiempo y la historia; sólo él sabía lo que decía al pedir que se cumpliera su voluntad y, cuando nos enseñaba a desear la llegada del Reino y el pan y el perdón, era consciente de lo poco que lo comprendíamos nosotros, a pesar de que nos lo había explicado mil veces con nuestras palabras sencillas de cada día.
 La verdad es que el problema no está en nuestra falta de comprensión, sino en nuestra falta de sim-patía/sin-tonía con el pathos de Jesús: estamos enfermos de desencanto y apatía, la abundancia y la seguridad nos han inmunizado contra el deseo, vivimos en un presente diminuto que nos marcan nuestros relojes digitales y no somos capaces de desear apasionadamente el futuro que nos ha sido prometido. "Fove quod est frigidum", nos hace suplicar la Iglesia al Espíritu; y es como pedirle que haga nacer en nosotros la pasión misma de la que brotó el Padrenuestro. Porque sólo el Espíritu puede poner a nuestra disposición el amor torrencial de Jesús, toda esa capacidad suya de ser cercano y comprometido con la causa de Dios y del hombre, de afligirse y gozar y dejarse afectar por lo que les ocurre, sobre todo, a los más pequeños; de abrazar visceralmente, desde las entrañas, los sentimientos de los otros; de imaginar y ofrecernos la alternativa radical y utópica de la historia según Dios; de creer tercamente en la posibilidad de novedad de cada hombre y de cada mujer...
 Todo eso está ahí para nosotros, como un gran fuego que puede derretir nuestra indiferencia y nuestra insensibilidad, como un río en crecida, capaz de arrastrar nuestros aburrimientos y hastíos, nuestras apatías y desánimos. Y sólo necesita que estemos dispuestos a esa com-pasión, que aceptemos entrar en el ritmo de otro corazón que no es de piedra como el nuestro, que con-sintamos en ser invadidos por un amor que es mayor que nuestro propio amor.
Volver al Padrenuestro
Y para terminar, una convicción que fluye más mansamente que las otras: al Padrenuestro hay que volver. Por aquello de las sutilezas del lenguaje, decir esto no es exactamente lo mismo que decir: "hay que volver al Padrenuestro" porque un imperativo categórico no puede alcanzar a eso del volver, que es una de las "experiencias fundantes" de nuestro ser creyente.
 Lo que quiere expresar es que, normalmente, y salvo esas excepciones de trayectoria en flecha, propia de niños angélicos y jóvenes purísimos, que también los hay, la vivencia más común de ese pueblo de a pie que somos los demás es la de hacer camino con los vaivenes de un carromato desvencijado. Y la de necesitar volver al hogar del que nos habíamos alejado para sentirnos, otra vez, dentro de ese hueco acogedor del Padre que nos estaba esperando y hundirnos en él como en un útero que nos recrea y nos hace nacer de nuevo.
 Al que sabe de eso, también la oración se le convierte en un "cántico nuevo", porque ahora brota del corazón de alguien a quien "se le ha perdonado mucho" (Lc 7,47).
 La historia de muchos de nosotros está marcada por las huellas de habernos marchado a tierras lejanas y haber dejado atrás el Padrenuestro. Nos hemos gastado la herencia en "hacernos un nombre" (cf. Gen 11,4) para llevarlo entre las manos como la estatuilla de oro de un "Oscar"; pero, a la larga, resulta incómodo llevar siempre las manos ocupadas en protegerlo y, además, con el paso del tiempo, se ha oxidado y todos se han dado cuenta de que era de pura hojalata. Hemos traficado y batallado por nuestra propia perfección o por afirmarnos a fuerza de saber, poder o tener, y al final, ese pequeño reino se nos ha quedado tan estrecho y oscuro como un patio de vecindad. Hemos probado a qué sabe el pan que se busca con ansiedad o que se retiene con avidez, y el estómago se nos ha quedado vacío. Hemos hecho sesiones de dinámica de grupo y nos sabemos de memoria toda la teoría de las relaciones humanas, pero seguimos fallando en eso de dejar a los otros abierto el futuro, en ese antiguo gesto de perdonar. Hemos caído en casi todas las tentaciones, porque no nos pareció necesario aceptar humildemente que solos no éramos capaces de vencerlas.
 Hemos probado a repetir mantras, a poner la mente en alfa, a sentarnos, con indecibles penurias, en la postura de loto... Pero tenemos que reconocer que aún no hemos aprendido a orar. Y ese momento puede ser precisamente aquél en que la gracia nos dé alcance porque nos sentimos empujados de nuevo hacia el Padrenuestro.
 Volvemos con los pies llenos de polvo y de cicatrices, con las manos y la mochila vacías y el corazón mucho más silencioso. Las palabras del Padrenuestro siguen ahí para nosotros, esperándonos como los muros familiares de la casa paterna o el río de nuestra infancia.
 Podemos volver a pedir a Jesús desde lo hondo de nuestra pobreza: "Enséñanos a orar...". Y él volverá a respondernos, como si fuera la primera vez: "Cuando oréis, decid: Padre nuestro...". Alguien nos pondrá entonces un vestido de fiesta, un anillo y unas sandalias nuevas. Y entraremos en casa para comenzar el banquete.

DOLORES ALEIXANDRE

Comentarios