El Dios Poder y el Dios Amor[1]

Una de las dificultades más serias en la comprensión del mensaje de Jesús procede, sin duda, de la resistencia que experimentamos a abandonar determinadas imágenes de Dios que proceden, entre otras cosas, de los sueños infantiles de omnipotencia. Desde esas ilusiones infantiles, tendemos a configurar nuestra imagen de Dios -mediante una proyección maléfica de nuestras aspiraciones narcisistas- como la representación suprema del poder. Situamos así uno de los más serios obstáculos para la comprensión de lo que Dios nos quiso decir de sí mismo a través del Señor Jesús. Nunca se llamó a Dios Todopoderoso en los evangelios.
Como ha puesto de manifiesto la teología bíblica reciente, la conducta y las palabras de Jesús más bien nos hablan de un Dios débil, porque Dios aparece esencialmente como amor y el amor es débil cuando en su oferta es rechazado. Por ello, la entrega de Jesús hasta la muerte constituye la manifestación suprema de Dios como amor sin límites (y ahí está el todo-poder de Dios) y, por ello mismo, de un Dios débil, en cuanto impotente frente al rechazo de su ofrecimiento.
Las consecuencias de estas diversas configuraciones de Dios en nosotros son fundamentales a un nivel tanto personal como histórico y colectivo. El Dios omnipotente conduce fácilmente a la bota y la espada, a la hoguera y la inquisición, a la colonización y la conquista.
A otro nivel, la insistencia en el Dios Todopoderoso introduce de inmediato en el corazón humano la ambivalencia afectiva, el amor que se somete y el odio que desea liberarse de ese Dios-Todo, que parece no dejar espacio alguno para la realización de lo humano. Y de la ambivalencia más o menos camuflada surge toda una dinámica de carácter sacrificial, que se entiende como un necesario precio a pagar como condición para relacionarse con Dios. Toda una dinámica espiritual de automutilación y muerte surge de modo paralelo a esta comprensión de Dios y de la salvación que nos ofrece.
La pasión y muerte de Jesús, que figuran como trasfondo de la propuesta ignaciana en la «Tercera manera de humildad», no pueden ser entendidas (tal como determinadas estructuras inconscientes pretenden) como resultado de un deseo enigmático o de una voluntad arbitraria del Padre, sino -como en la muerte de otros tantos seres humanos injustamente ajusticiados-, producto de la responsabilidad de los hombres y de unas contingencias históricas determinadas. Expresado en otros términos, no fue Dios el causante de la muerte de Jesús, sino la malicia humana en su negativa a comprender y aceptar lo que significaba el que Dios venga a ser por igual Padre de todos los hombres.
No podemos olvidar, por otra parte, que cuando Dios se representa con un deseo de dolor y de muerte para su Hijo, el sufrimiento y la muerte quedan automáticamente sacralizados para el creyente.
El dolor se exalta y se magnifica en el autosacrificio, en el exterminio consentido del propio deseo y de la propia voluntad. Se reprueba y se menosprecia el cuerpo y, al mismo tiempo, se propicia una vinculación con Dios que adquiere tonos manifiestamente sado-masoquistas.
En definitiva, una dinámica de muerte y una deificación de la crueldad se instalan en el seno de la experiencia de fe.
Ese es el enorme peligro que pudieron tener determinadas lecturas de la «Tercera manera de humildad»: el de una exaltación del sufrimiento que, paradójicamente, se constituía en vía privilegiada, a pesar de sus camuflajes, para el orgullo y un verdadero enclaustramiento narcisista. Se olvidaba así que el dolor y el sufrimiento, desde un punto de vista cristiano, no poseen por sí mismos ningún valor y, por tanto, no se les puede considerar como elementos deseables y, menos aún, jurídicamente exigidos por Dios.
El dolor y el sufrimiento, los opprobios, el ser estimado por vano y loco no pueden tener otro sentido en la propuesta al ejercitante que el que adquieren -como en el caso de Jesús- al ser asumidos como parte de una fidelidad extrema y -desde ahí- como una manifestación de lo que Dios es con los seres humanos: amor que se expone y no poder que se impone. Sólo así podremos evitar la trampa del masoquismo que tantas veces merodeó en las propuestas de la humildad y sólo así comprenderemos que, en realidad, en ella se nos invita a disponernos para lo que constituye la mayor liberación: el éxodo de nuestro narcisismo que posibilita la libertad para el Reino.
La «Tercera manera de humildad» expresa la necesaria disposición para poder optar por el Dios de Jesús, es decir, por el Dios amor que se expone y se abaja hasta el final. Porque en ese abajamiento, al estar impulsado por el amor y sólo por eso, se encuentra la plenitud de la vida. Ese es el lugar privilegiado donde Dios se revela y manifiesta en radicalidad: no en la ostentación de poder, sino en la ofrenda de sí mismo. No se trata -hay que insistir- en glorificar el dolor y el sufrimiento, la pobreza y la humillación. Se trata de estar convencido de que si existe alguna fuerza eficaz en el mundo para transformarlo en algo mejor, en esa utopía del Reino de Dios que perseguimos, esa única fuerza es la del amor, la de la entrega que es capaz de llegar hasta el final y no la fuerza del narcisismo, la soberbia o la violencia.
Si comprendemos, pues, que con suprema facilidad el Dios poder induce a la soberbia y el Dios amor induce a la humildad, la propuesta ignaciana de las «Tres maneras de humildad» podrá seguir manteniendo toda la fuerza que el Evangelio posee antes y después de la postmodernidad.


[1] Carlos Dominguez Morano, SJ Psicodinámica de los ejercicios ignacianos. Madrid. SalTerrae.


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