«Un amor sustentable»

El verdadero amor se sustenta en tres relaciones que se alimentan dialécticamente y que constituyen la esencia del amor cristiano.
Todos sabemos que sin amor es imposible vivir. El amor es la experiencia fundante de nuestro ser. Es el acto por el cual el hombre se sabe bienvenido a este mundo. Es la actitud con la cual decimos a otro, «tú eres bienvenido», «tu presencia me es grata», «tu existencia me da vida». El amor es el ámbito propicio para el sano desarrollo del ser humano.
 Lo que hace que este amor sea tan particular y se diferencie de otros amores es su  cualidad de “don”. Esta característica lo hace inconfundible entre aquellos que ostentan gratuidad pero en realidad buscan poseer y retener.
La manera más rápida de matar un amor verdadero es reteniéndolo egoístamente con los puños apretados. Atesorar, guardar, retener aquello que es sí mismo se entiende como comunicación de uno a otro, y consigo mismo. Cuando el amor humano pretende poseer se convierte en egoísmo. Y si amar es darse, el egoísmo es retener.
Jesús dice en el evangelio que el mayor mandamiento de la ley es «amar a Dios con todo el corazón, y al prójimo como a uno mismo». Este mandato de Jesús no siempre se vive en total armonía... En demasiadas ocasiones confundimos o mal interpretamos el mandato único que haces Jesús. El mandato es a «amar» en una triple relación: a Dios, al prójimo y a uno mismo.
Me sorprende cuando escucho que algunos dicen que aman a Dios “por sobre todas las cosas” pero son incapaces de manifestar amor al prójimo... O quiénes dicen o se muestran muy caritativos y solidarios con los demás, pero consigo mismo son lapidarios y despiadados. La polarización de una de las relaciones en detrimento de las otras dos quiebra y contradice el mandamiento del amor del que habla Jesús en el evangelio.
Para amar verdaderamente es menester saber equilibrar en todo momento esta triple relación.
El amor a Dios es expresión de "la gratuidad". Es decir, reconocemos que la vida es un don porque no nos hemos dado el ser a nosotros mismos sino que lo hemos recibido de Otro. Nuestra vida camina hacia un sólo horizonte: “la eternidad”. Allí, al final de mis días, me encontraré con Aquel, que en un gesto inmenso de amor me dio la vida ayer… y me la vuelve a otorgar cada día.
El amor al prójimo es la manera más concreta de “retribuir” a Dios su amor. El servicio al prójimo no es la búsqueda de amor sino respuesta de amor. No debo servir a los pobres o ser solidario con los más necesitados para sentirme bien o útil. No debo ir hacia ellos a buscar que me “suban la autoestima”. El prójimo no es objeto: es el hermano. Y amar al prójimo es reconocer y apreciar, valorar y maravillarse ante la obra creadora de Dios. En el prójimo nuestro amor a Dios es auténtico.
El amor a mí mismo es la aceptación ante Dios de mi ser creatural. Es el sereno reconocimiento de la finitud y del límite. El amor a uno mismo se expresa en la capacidad de reconocer el propio valor. Es casi imposible que se pueda amar sanamente a los demás si no hay una sana aceptación de mí mismo. Aceptación de los propios límites y fragilidades…aceptación de lo que nunca voy a llegar a ser.
Llama la atención cuántas son las personas que se odian o se desprecian a sí mismas. Hombres y mujeres que no se perdonan errores o pecados  cometidos. Son verdugos para sí mismos. Se culpan, se castigan y se condenan una y otra vez…
¿Es posible amar a otros cuando uno se odia o desprecia a sí mismo? ¿Qué tipo de amor se puede ofrecer a Dios si uno se ha convertido en su propio  verdugo? ¿Acaso es posible amar al prójimo cuando uno se autoagrede ? Y la pregunta adquiere aún mayor profundidad: ¿Es que se puede realmente amar a otro cuando no hay amor para uno mismo?
¡Jesús responde a la pregunta del fariseo de un modo tan sencillo! El amor a Dios no puede estar divorciado del amor al prójimo y a uno mismo. O dicho de otro modo, el sano amor a uno mismo es lo que sustenta el amor al prójimo y a Dios.
Muy mal se ha entendido durante siglos aquello de “odiar o despreciar la propia vida” porque nadie que se odie a sí mismo ni se desprecie, puede amar a otro... Porque el amor verdadero surge desde lo profundo del ser y no de una “idea singular o bonita”.
Pidamos a Dios la gracia de recuperar el verdadero sentido de amor del que nos habla Jesús en su evangelio para no dejarnos engañar con falsas y dañinas humildades.      

P. Javier  Rojas sj

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