Cuando oramos como Jesús nos enseñó, pedimos a Dios «el pan nuestro de cada día», no sólo el «pan mío», pues todos los bienes de este mundo llevan dentro una vocación fraterna y universal. Lo que, en definitiva, hay que entregar no es sólo lo que tenemos, sino la propia persona, como nos revelará Jesús en la Última Cena, que comparte el pan, que es su propio cuerpo, y el vino, que es su sangre derramada. Jesús no sólo nos transmite palabras, sino que es él mismo quien se entrega, la verdadera e inagotable palabra del amor de Dios. Él es el pan y la palabra al mismo tiempo, en una coherencia plena, en una unidad sin fisura alguna. En nuestro mundo hay mucha palabra que no es pan, porque no alimenta, y mucho pan que no es palabra, porque    no es encuentro.

Benjamín González Buelta  sj

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