La persona humilde ha hecho la experiencia de la bondad inagotable de Dios, que se da El mismo en los dones que nos hace. Afinca su confianza en Dios, que es el dador de todo don, sin ponerse a medir y contabilizar de alguna manera sus dones comparándose con otras personas. Se ve a sí misma con la misión de ser ella misma, única desde la originalidad que la ha creado y la alimenta cada día. Al mismo tiempo, ha hecho la experiencia de su límite y ha superado la tentación de poner el límite en el centro, de reducirse a sí misma a un límite que la obsesiona. Abre el límite, la herida, a la comunión con Dios y con los demás. Y se deja curar. La humildad supone el encuentro de un Tú inagotable con su yo limitado, y acepta recibirse constantemente desde Dios y desde los demás. Y no solo acepta recibirse de manera pasiva, sino darse de manera creadora, reconociendo que en su propia peculiaridad crece una vida que anda buscando su destinatario fuera de sí misma.
Benjamín González Buelta, SJ (La humildad de Dios)
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