« El valor de lo auténtico »
Imaginemos a Jesús sentado
frente al arca del tesoro del templo mirando
a las personas que depositan sus ofrendas. ¿Qué pensaría Jesús en aquel
momento? ¿Qué sentimientos experimenta al ver aquella escena? Tal vez no sea
tan difícil imaginar lo que pasa por el corazón de Jesús si prestamos atención
a sus palabras, «esta viuda echó más que todos los contribuyentes al tesoro».
¿Qué te dicen sus palabras? ¿Cómo resuenan dentro de ti estas palabras?
La mayor riqueza de una
persona está en su autenticidad y la mayor de las pobrezas, la miseria más
grande, en falsear su propia identidad.
Cuando nos encontramos con
personas que realizan buenas obras con el afán de ser visto por los demás y
recibir a cambio reconocimiento y aplausos nos produce una gran indignación.
La caridad es un acto
sagrado. Toca las fibras más intimas del ser humano. Se trata de esos pocos
instantes en que apreciamos con claridad los destellos de eternidad en medio de
tanta avaricia, envidia y corrupción. Los gestos de caridad dejan al
descubierto la imagen y semejanza de Dios impresa en el alma del ser humano, y
cuando de alguna manera se usurpa ese ámbito sagrado para sacar de ello
provecho personal o “político” nos produce mucho rechazo.
Cuando nos damos cuenta que
un gesto de amor no sale del corazón sino del bolsillo de quien espera recibir
algo a cambio nos ofende profundamente.
También nos encontramos, en
el ámbito de la caridad, con personas que no son capaces de reconocer el bien
que hacen. Si bien sus acciones no buscan recompensa como aquellos que juegan a
ser buenos, lo cierto es que viven con un afán desmedido de aprobación. Les
cuesta discernir por ellas mismas entre lo bueno y lo mejor. Les resulta difícil
creer en sus propias intuiciones para obrar bien, o desconfían de sí mismas al
momento de hacer el bien. Buscan contantemente la confirmación de sus actos en el
parecer de los demás. De alguna manera les cuesta creer que por sí mismos son
capaces de acertar en sus decisiones y obrar bien. Han supeditado su propio
valor al parecer de los demás. Creen en la propia bondad si alguien les reconoce
el bien que han hecho y quedan atrapados en las redes de la opinión ajena. Quien
vive de esta manera no es libre para obrar el bien. Su bondad es frágil.
El evangelio de hoy nos
presenta a la clase de personas que despiertan la admiración de Jesús. ¿Qué vio
el maestro en aquellas personas? ¿Cuál es la enseñanza que saco de aquella
escena para dar a sus discípulos? Tal vez simplemente se dejó “afectar” por
aquella situación al igual que lo haríamos cualquiera de nosotros y descubrió
cuando una persona es auténtica lo sentimos también dentro de nosotros. Cuando
alguien obra conforme a los sentimientos más hondos de su ser, se nota. Somos
capaces de percibir cuando una persona es auténtica o cuando “juega a ser
bueno”. Es verdad que en ocasiones no tenemos la suficiente valentía para poder
confrontar al hipócrita, pero ello no significa que no nos demos cuenta de su
mentira. Tal vez, incluso, ni quiere nos atrevemos a reconocer que los gestos y
las palabras de quien pretende hacernos creer que es bueno sea falso, pero no
podemos negar que dentro nuestro hay algo que nos incomoda. Solemos expresar
esta sensación diciendo “¡algo no me cierra!” o “¡no me termina de convencer!”.
Cuando esto sucede es porque hay algo dentro de nosotros que nos dice que
estamos frente a un conflicto de autenticidad.
Jesús es muy duro con el
hipócrita. Es más, ante cualquier otro pecado lo vemos comprensivo y abierto,
pero ante la hipocresía le hemos escuchado usar palabras muy duras como por
ejemplo “raza de víboras” o “sepulcros blanqueados”.
La autenticidad es
imprescindible para crecer y madurar humana y espiritualmente. Es la condición
necesaria para ser verdaderos discípulos suyos. Difícilmente lleguemos a vivir
felices y con la paz que anhelamos si construimos nuestra vida sobre los
cimientos de la hipocresía y la simulación.
El valor de una persona se
mide por la autenticidad con la que vive. Y no creamos que ser auténtico es
decir lo primero que nos viene a la mente. Estos no son auténticos, sino
verborrájicos. No es más auténtico el que dice lo que piensa, sino aquel que
piensa lo que dice. La autenticidad no se proclama sino que se vive silenciosamente
como aquella viuda de que deposita su ofrenda en el arca del templo.
Pidamos a Dios la gracia de
imitar el corazón y el obrar de aquella
mujer. Que el anhelo de vivir en la verdad nos impulse a vivir más
auténticamente nuestra fe.
P. Javier Rojas sj
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