Señor, Maestro y amigo, Jesús, al ver esta noche de tanto dolor, que aceptaste con mansedumbre, no podemos entender. No sabemos por qué tuviste que sufrir. Nos parece que el dolor carece de sentido.
Cuando a nosotros nos llega una hora de dolor, quizás lo que más nos cueste aceptar es esa falta de sentido que se nos hace patente.
Hay, ciertamente, dolores sin sentido. Dolores sin mejor explicación que la crueldad de los hombres. Son el fruto de la ambición, del egoísmo, de la indiferencia. Son muchos: el horror de las guerras, el sadismo de las torturas, el dolor de todas las violencias, la crueldad de las opresiones, el atropello de los poderosos, el costo sangriento de todas las desigualdades, discriminaciones e injusticias. Todos estos dolores no tienen sentido. Son intolerables.
Hay también dolores sin otro sentido que la mala interpretación del Evangelio. Dolores que serían la complacencia de un "dios" inmensamente sádico, ávido de lágrimas humanas. Tal es el de aquéllos que erigen el dolor en algo bueno en sí mismo, el dolor de todos los masoquistas del mundo. El dolor de los que trafican en lágrimas y "valoran" las cosas por su costo en sufrimiento. Y este dolor tampoco tiene sentido. También es injustificable.
Sólo hay un dolor que tiene sentido. El dolor lleno de sentido es aquél que no se busca, pero si llega, se tolera con fortaleza. Es el dolor que deriva, como una consecuencia no deseada, del servicio a los semejantes, de la fidelidad a la conciencia, del amor a nuestros hermanos, del amor a Dios. En todos esos casos no es el dolor lo que cuenta, sino el amor. El dolor es sólo síntoma, señal del amor. Y ese dolor sí que tiene sentido, porque, aunque aparece como dolor, es en realidad amor.

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