Es todo un proceso de acallar ruidos, la propia palabra,
hasta llegar a la escucha en el hombre interior del mensaje de todos los seres
y del Señor de todos los seres. Es un vacío, no lleno de nada, lleno de
presencias que están allí aunque no les prestemos atención. No es una evasión
de la realidad y de la dureza de la vida diaria por domesticarla. Es un entrar
en lo más profundo de la realidad misma. Es un viaje al interior de las cosas,
de las personas, de la vida. Un renunciar, siquiera temporalmente, a revolotear
en la superficie de las mismas. Es difícil el silencio. Hay que experimentarlo
periódicamente para lograr el reencuentro de la persona que somos: centro de
decisiones. Es, ante todo, defensa necesaria de la persona y de la personalidad
frente a los ataques a los que estamos ininterrumpidamente sometidos desde
fuera; mil vientos de doctrinas, ante ellos, ni dejarse llevar ni anclarse en
el pasado buscando seguridades falsas. La libertad personal se reconquista
desde el interior de uno mismo palmo a palmo. El silencio es atmósfera
imprescindible para soldar fracturas de personas descoyuntadas entre decisiones
y contradicciones. La extroversión hecha hábito, hace que dé miedo y vértigo el
vacío del silencio y se rebuscan dosis de ruido y acción, como el drogadicto
las busca de droga. Nos debe mover la voluntad de ser libres y de experimentar
esta libertad. Es necesaria la familiaridad con el silencio de la contemplación
para alcanzar amor, para ser apóstol capaz de acoger, educar y redimir a las
personas. Es distancia necesaria para quien ha de cambiar en la historia
haciéndola, no a ciegas, sino discerniéndola iluminadamente. Una experiencia no
reflexionada es una experiencia no vivida. Hace falta a la vez presencia y
distancia de la realidad para contemplarla en su contexto de relaciones con
otras realidades humanas y divinas. Hay que descubrir todas sus dimensiones y
la presencia de Dios en la historia. Silencio como acogida necesaria del don de
Dios que se nos hace en la vida. Cuando damos la vida no damos nada,
devolvemos. Por eso hay que darla cada día gratuita y generosamente. Silencio
que acoge para dar, como María en la Encarnación. Silencio admirativo,
admirador de todo lo que es vida, allí donde esté. La capacidad de admiración
es uno de los síntomas más claros de la juventud de espíritu. Es un reducto de
desierto interior portátil, lugar de encuentro personal entre Dios y el hombre.
No es un lujo, es el derecho de ser persona. Esta dimensión personal la
purifica del peligro de convertirse en dimensión individualista. La comunidad
católica se amasa a golpes de silencio convenientemente compartidos. Es una
manera de decirse mutuamente el respeto a la necesaria intimidad del otro e
invitarle a que entre en ella. El silencio es también una manera de palabra
cristiana necesaria ante el misterio, ante el dolor propio o ajeno, ante la
violencia y la injusticia que se nos infringen. No sólo será la voz de los que
no tienen voz, sino a veces, compartir también el silencio de los que no tienen
voz, como el siervo de Yahvé. Es el silencio del que discierne sobre la acción
de Dios y la suya en el mundo, del apóstol comprometido por misión con el
hombre y su historia. No malgastemos la Buena Nueva en palabras que no han
nacido del silencio.
Pedro Arrupe SJ
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