La capacidad humana para el autoengaño es increíble.
La Escritura (Jr 17,9) así nos lo enseña, y la psicología nos lo confirma. Algunas personas son muy hábiles a la hora de engañar a los demás; sin embargo, su duplicidad parece una nimiedad en comparación con las formas constantemente creativas que todos y cada uno de nosotros tenemos de engañar a nuestro yo.
El autoengaño tiene lugar de manera automática. Esto forma parte de aquello a lo que hacen referencia los psicólogos cuando afirman que los mecanismos de defensa operan en el inconsciente. También forma parte de lo aducen los teólogos cuando hablan del pecado original. En realidad, no tenemos por qué elegir el autoengaño. Es -por usar la jerga informática actual- la opción por defecto.
Normalmente, somos bastante hábiles a la hora de identificar el autoengaño en los demás, en quienes vemos fácilmente un rígido abrazo de amabilidad, en detrimento de cualquier reconocimiento de ira o de resentimiento. Éste es el mecanismo de defensa de la formación reactiva: un sentimiento o impulso inaceptable es eliminado de la conciencia por la expresión de su opuesto. En las otras personas identificamos una racionalización cuando nos ofrecen una buena razón para su comportamiento, pero no es la razón verdadera. E incluso en los demás, una simple negación de los sentimientos que obviamente están presentes ilustra la forma más básica de autoengaño que existe.
Reconocer estos mismos aspectos en nosotros mismos es mucho más difícil. La infiltración de nuestras falsas ilusiones supone un enorme reto y requiere un incesante compromiso con la verdad, así como un profundo sentido de la libertad con respecto al miedo al rechazo. Nada facilita esto como el hecho de saber que somos amados intensamente.
La transformación espiritual implica la purificación de la visión. Jesús afirmó que si nuestro ojo está sano, todo nuestro cuerpo estará lleno de luz (Lc 11,34). Tenemos que aprender a ver -y aceptar-lo que realmente hay. El libramos de nuestras ilusiones forma parte de este proceso, porque nos reorienta hacia la realidad. Ver a Dios tal como es -no tal como nosotros queremos que sea- requiere que veamos nuestra propia identidad tal como es realmente, ya que la misma nube de ilusiones oscurece nuestra visión, tanto de Dios como de nosotros mismos. (David G. Benner - El don ser tu mismo)
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