«El desprendimiento en la fe»
La famosa frase acuñada «ver para creer» se ha convertido en el bastón de la credibilidad. ¡Son tantas las promesas incumplidas! ¡Tantas las confianzas rotas! Tantos sueños depositados en manos de otros que terminaron en los cajones o cestos de basura, que nuestra capacidad de confianza parece haber llegado al límite. Hoy en día para creer se exige una certeza verificable empíricamente. Entonces comprobando la coherencia entre las promesas y las acciones concretas es como se llega a creer.
Ahora bien, esta realidad ¿se ha filtrado en nuestra fe? Acaso ¿es cierto que tenemos que ver lo que Dios es capaz de hacer para creer en él? ¿Dónde hemos puesto nuestra confianza? ¿Dónde tiene fundamento nuestra fe?.
El evangelio de Juan relata la entrada de Jesús a Jerusalén. Era el momento en que todo judío piadoso peregrinaba al templo para celebrar las fiestas. También va Jesús.
Por aquellos días la “fama” de Jesús se había extendido notablemente. Era conocido como un hombre que “curaba”, que hacía “milagros” extraordinarios, que realizaba “exorcismos”, y hasta “resucitaba muertos”… ¿Había acaso motivo para no creer que éste hombre era el mesías esperado? Sus obras acreditaban creer en Él. Pero acaso ¿fueron suficientes los milagros que obró Jesús para aquellas personas que gritaron luego “¡Crucifícalo1, ¡Crucifícalo!”?
¿Creemos en Dios por los milagros que obra o por los favores que nos hace? ¿Son esos favores los que me llevan a creer en Él? ¿Es verdad que salimos a su encuentro por lo que puede ofrecernos?
En aquella sencilla y enigmática respuesta que da Jesús a Felipe y a Andrés: « si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, produce mucho fruto» hay un mensaje para el hombre actual que ha puesto su confianza en los favores más que en las personas.
Pero para que esta siembra tenga cosechas abundantes el grano de trigo tiene que morir. La vida sólo se logra entregándola; sólo de ese modo se hace eterna. Nos hemos acostumbrado a edificar nuestra propia vida sobre todo tipo de favores, políticos, sociales y hasta religiosos. Y nos hemos acostumbrado a dar crédito a aquellos, que con favores especiales, alimentan y favorecen la vida abundante y plena que soñamos.
Por el contrario la vida en plenitud que nos promete Cristo no proviene de aferrarse a algo o a alguien, sino de soltar… No proviene de esforzarse, sino de renunciar. No proviene tanto de tomar cuanto de dar…
Los milagros que Jesús ha obrado en otros y también en nosotros mismos nos han proporcionado un primer escalón en la fe. Pero la confianza en Él no pude quedar supeditada a lo que es capaz de entregar para mi propio favor o conveniencia. Porque de ser así ¿qué sentido tendría el despojo de Jesús en la cruz?
Si nuestra fe no es capaz de poner su fundamento en la persona de Jesús más que en sus favores, ¿seguiremos creyendo en Él cuando ya “no nos conceda lo que le pedimos”?
La entrega es la dinámica fundante de la libertad cristiana. Es necesario morir a una fe cimentada sobre los favores divinos para refundarla en la persona de Jesucristo. Vivir la fe como una “búsqueda de favores divinos” es centrar la mirada en el propio interés…
Es, pues, imprescindible recuperar la fe como adhesión personal a Jesús. Sólo así podremos comprender con horizontes más amplios todo lo que vivimos o padecemos.
Dicho de otro modo, todo lo que nos acontece en la vida es siempre un lugar donde podemos encontrar a Dios como Padre.
P. Javier Rojas sj
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