Nadie emprendió aventura más loca que la de los tres Reyes Magos…No hay dudas de ello. Su viaje estuvo lleno de desconcertantes sorpresas.
El primer desconcierto fue comprobar que Jerusalén, la ciudad de Dios, no estaba de fiesta y ni siquiera enterados del nacimiento de su rey. Y además aquel niño estaba envuelto en pañales. El pesebre era pobre y humilde, y sólo unas cuantas personas celebraban el nacimiento.
Acostumbrados a visitar palacios que destellaban lujos, se habían olvidado de la miseria humana…Si este era el rey, ¿tenía posibilidad de reinar?, se habrán preguntado
Pero de pronto se dieron cuenta de que aquel niño era Dios. ¿Cuántas veces se habrían postrado ante el poder y el lujo, ante el oro y el reconocimiento? Ahora, estaban frente a Dios mismo y sintieron la necesidad de ponerse de rodillas. Estaban frente a algo grande. El corazón se les llenó de esperanzas. Y al poner sus dones ante el niño, reconocieron que no habían sido felices, que todas las cosas por las que antes desesperaban, hoy eran nada frente a Dios…
Estos hombres tomaron conciencia del vacío de sus vidas. Comprobaron que en la abundancia también existe la pobreza… Y que el lujo y la riqueza no garantizan la felicidad. Salieron en búsqueda de algo que colmara ese vacío y supieron encontrarlo. Ellos tomaron conciencia de que las posibilidades económicas muchas veces sólo tienen valor si podemos compartirla con los demás. La abundancia sin sentido se convierte en vacío…
Nosotros, en ocasiones, atesoramos bienes creyendo encontrar en ellos la felicidad que tanto deseamos. Y no solamente en dinero, sino también en relaciones, amistades, reconocimientos, posiciones, cargos, puestos, privilegios… Mientras no aprendamos a reconocer el vacío interior que genera el poner el corazón en cosas superfluas, no sabremos valorar lo esencial aunque lo tengamos al alcance la mano.
Al depositar el oro a los pies de Jesús, los magos reconocieron que lo valioso de la no brilla tanto como el oro. Al ofrecer incienso, que éste niño era el Dios verdadero. Y al entregar la mirra reconocían al Hijo del Hombre que habría de sufrir y derramar su sangre por salvar a la humanidad doliente.
Nosotros también, al igual que los magos de oriente, hemos emprendido un camino que nos lleva a contemplar el pesebre. Tal vez tenemos “muchas riquezas” que hay que ordenar y dar su lugar. Quizás hemos enriquecido nuestra vida con cosas que brillan, deslumbran y despiertan admiración, pero no hemos podido encontrar esa paz y armonía del corazón que tanto añoramos. Eso se debe a que no nos atrevemos a mirar en nuestro interior.
© P. Javier Rojas sj
El primer desconcierto fue comprobar que Jerusalén, la ciudad de Dios, no estaba de fiesta y ni siquiera enterados del nacimiento de su rey. Y además aquel niño estaba envuelto en pañales. El pesebre era pobre y humilde, y sólo unas cuantas personas celebraban el nacimiento.
Acostumbrados a visitar palacios que destellaban lujos, se habían olvidado de la miseria humana…Si este era el rey, ¿tenía posibilidad de reinar?, se habrán preguntado
Pero de pronto se dieron cuenta de que aquel niño era Dios. ¿Cuántas veces se habrían postrado ante el poder y el lujo, ante el oro y el reconocimiento? Ahora, estaban frente a Dios mismo y sintieron la necesidad de ponerse de rodillas. Estaban frente a algo grande. El corazón se les llenó de esperanzas. Y al poner sus dones ante el niño, reconocieron que no habían sido felices, que todas las cosas por las que antes desesperaban, hoy eran nada frente a Dios…
Estos hombres tomaron conciencia del vacío de sus vidas. Comprobaron que en la abundancia también existe la pobreza… Y que el lujo y la riqueza no garantizan la felicidad. Salieron en búsqueda de algo que colmara ese vacío y supieron encontrarlo. Ellos tomaron conciencia de que las posibilidades económicas muchas veces sólo tienen valor si podemos compartirla con los demás. La abundancia sin sentido se convierte en vacío…
Nosotros, en ocasiones, atesoramos bienes creyendo encontrar en ellos la felicidad que tanto deseamos. Y no solamente en dinero, sino también en relaciones, amistades, reconocimientos, posiciones, cargos, puestos, privilegios… Mientras no aprendamos a reconocer el vacío interior que genera el poner el corazón en cosas superfluas, no sabremos valorar lo esencial aunque lo tengamos al alcance la mano.
Al depositar el oro a los pies de Jesús, los magos reconocieron que lo valioso de la no brilla tanto como el oro. Al ofrecer incienso, que éste niño era el Dios verdadero. Y al entregar la mirra reconocían al Hijo del Hombre que habría de sufrir y derramar su sangre por salvar a la humanidad doliente.
Nosotros también, al igual que los magos de oriente, hemos emprendido un camino que nos lleva a contemplar el pesebre. Tal vez tenemos “muchas riquezas” que hay que ordenar y dar su lugar. Quizás hemos enriquecido nuestra vida con cosas que brillan, deslumbran y despiertan admiración, pero no hemos podido encontrar esa paz y armonía del corazón que tanto añoramos. Eso se debe a que no nos atrevemos a mirar en nuestro interior.
© P. Javier Rojas sj
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