Solemnidad de Pentecostés
«Cuando venga el Paráclito que yo les enviaré desde el Padre, el Espíritu de la Verdad que proviene del Padre, él dará testimonio de mí.
Y ustedes también dan testimonio, porque están conmigo desde el principio.
Todavía tengo muchas cosas que decirles, pero ustedes no las pueden comprender ahora.
Cuando venga el Espíritu de la Verdad, él los introducirá en toda la verdad, porque no hablará por sí mismo, sino que dirá lo que ha oído y les anunciará lo que irá sucediendo.
El me glorificará, porque recibirá de lo mío y se lo anunciará a ustedes.
Todo lo que es del Padre es mío. Por eso les digo: 'Recibirá de lo mío y se lo anunciará a ustedes'."
Juan 15,26-27.16,12-15.
No dejan de maravillarme las historias personales. Este último tiempo he escuchado historias preciosas, duras, sacrificadas y sorprendentes. La vida es un misterio y el corazón del hombre el lugar donde guardamos celosamente.
Cuando ingresé a la Compañía de Jesús creí que las personas contaban sus historias a otras sobre todo porque eran religiosas o personas de fe. Cuando me ordené como sacerdote me pareció normal que buscaran a un cura para contar sus historias, pero con el tiempo me di cuenta de que en realidad no es así.
No abrimos el corazón a una persona por su fe o porque sea religiosa. Ni siquiera porque se trata de un sacerdote. Lo hacemos cuando nos sentimos libres ante ellas. Cuando no percibimos amenaza o condena. Estamos dispuestos a hablar con otros cuando nos sentimos comprendidos y sobre todo amados, más allá de “todo lo que hayamos hecho”.
En realidad, todos buscamos a alguien con quien compartir nuestra vida. Generalmente no preferimos a aquellos que se pasan todo el tiempo dando consejos o fórmulas mágicas sobre cómo resolver los problemas. Me inclino a pensar que quienes dan consejos todo el tiempo tienen más horas de lectura que de encuentros personales…
Creo que estamos dispuestos a revelar el misterio que somos cuando comprobamos que la persona que está delante de nosotros puede sostener su mirada de ternura, sus labios sellados y su corazón dispuesto a recibir el misterio que somos. Nos animamos a expresarnos como el «misterio que somos» cuando encontramos un compañero de camino, un amigo en el Señor. No necesitamos ángeles saltando a nuestro alrededor sino personas que sean más humanas.
Pentecostés es el acontecimiento de la comunión por excelencia: la fiesta del encuentro. Dios nos entrega su Espíritu de comunión. Al soplar sobre los discípulos les infunde los dones que se derraman en sus corazones. No es casual, que al soplar sobre ellos, les hable de perdonar los pecados, de desatar y de la responsabilidad que tienen como discípulos y apóstoles.
Cuando nos situamos ante el misterio del ser humano con un corazón comprensivo, cuando estamos más dispuestos a «salvar la proposición del prójimo que a condenarla» [EE 22], vivimos bajo la acción del Espíritu de Dios. Ya existe demasiada división en el mundo como para no comenzar a construir la comunión. En nuestro propio corazón nos sentimos con frecuencia tironeados entre el bien común y el provecho personal. Entre lo que sabemos que tenemos que hacer y el deseo de seguir postergando una decisión.
El Espíritu de Dios nos hace más humanos. Nos ayuda a profundizar en el misterio que somos para descubrir la imagen y semejanza de Dios, que llevamos impresa en nosotros. Nos hace comprender que la fragilidad no es impedimento para seguirlo. Que la incoherencia entre la fe que profesamos y la manera que tenemos de vivir es el reflejo del camino que nos queda por recorrer.
Cuando los demás encuentran en nuestro corazón un lugar donde descansar de la exigencia, pueden ser ellos mismos sin miedo de perder el amor...entonces encuentran paz. La paz es presencia de Espíritu de Dios. Se sienten amadas, perdonadas, invitadas a ser mejores personas.
Hay muchos que antes de encontrarse con Dios personalmente han pasado por un corazón humano y compasivo, pero también existen muchos que aún no conocen al Dios verdadero lamentablemente porque no han encontrado a nadie que les hable de Él como Padre de amor y bondad.
Pidamos a Dios que la efusión de su Espíritu sobre nosotros nos haga más humanos entre nosotros para que podamos ser más hermanos.
P. Javier Rojas sj
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