Ascensión del Señor.
Entonces les dijo: "Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación."
El que crea y se bautice, se salvará. El que no crea, se condenará.
Y estos prodigios acompañarán a los que crean: arrojarán a los demonios en mi Nombre y hablarán nuevas lenguas;
podrán tomar a las serpientes con sus manos, y si beben un veneno mortal no les hará ningún daño; impondrán las manos sobre los enfermos y los curarán".
Después de decirles esto, el Señor Jesús fue llevado al cielo y está sentado a la derecha de Dios.
Ellos fueron a predicar por todas partes, y el Señor los asistía y confirmaba su palabra con los milagros que la acompañaban.
El que crea y se bautice, se salvará. El que no crea, se condenará.
Y estos prodigios acompañarán a los que crean: arrojarán a los demonios en mi Nombre y hablarán nuevas lenguas;
podrán tomar a las serpientes con sus manos, y si beben un veneno mortal no les hará ningún daño; impondrán las manos sobre los enfermos y los curarán".
Después de decirles esto, el Señor Jesús fue llevado al cielo y está sentado a la derecha de Dios.
Ellos fueron a predicar por todas partes, y el Señor los asistía y confirmaba su palabra con los milagros que la acompañaban.
Mc 16,15-20.
Celebramos la Ascensión del Señor. Los evangelios de estos domingos de
Pascua nos han ido trayendo poco a poco hasta este momento.
Los primeros relatos pascuales nos comunicaron la necesidad que
tuvieron los primeros seguidores de Jesús en ser fortalecidos en su fe. No
terminaban de dar crédito a la apuesta definitiva que Dios Padre había hecho resucitando
a Jesús de entre los muertos. Aquel crucificado, víctima inocente de los
sistemas políticos y religiosos, que en fidelidad a la misión encomendada por
el Padre había pasado haciendo el bien, había sido devuelto a la vida plena y
definitiva. No les resultó fácil creer, como no nos resulta fácil a nosotros.
Estos últimos domingos se nos ha venido insistiendo en la importancia
de permanecer unidos a Jesús, como el sarmiento a la vid, para poder dar fruto
y que éste dure. De eso se trata ahora, de dar fruto, de proseguir con la
misión iniciada por Jesús. La misión de Jesús es nuestra misión.
En Navidad, ¡dónde queda!, celebramos el Misterio de la Encarnación: Jesús
asume nuestra condición humana y nuestra historia. Ahora, después de haber
cumplido en obediencia su misión, retorna al Padre: eso es la Ascensión. Jesús
vuelve a su origen. También nosotros, una vez cumplida nuestra misión,
volveremos a nuestro origen, volveremos a Dios: eso es el Cielo. En Navidad
comenzó la misión de Jesús. Con su Ascensión a los cielos comienza la nuestra:
es la hora de la Iglesia. La misión de Jesús es nuestra misión
La misión de Jesús es nuestra misión, pero nos puede pasar como a los
primeros apóstoles, que nos quedemos plantados mirando al cielo y nos olvidemos
de encargo recibido: “Id al mundo entero
y proclamad el Evangelio a toda la creación”.
Evadirnos de la historia es una tentación permanente. Lo podemos hacer por
diferentes motivos. Intimidados por lo que nos parece un “mundo poderoso y
hostil”, como también lo era el que les tocó vivir a los primeros apóstoles,
podemos quedarnos encerrados en nosotros mismos. Nos viene bien un tuit
reciente del Papa Francisco: “Es mejor
una Iglesia herida, pero que hace camino, que una Iglesia enferma porque se
cierra en sí misma”. No es la primera vez que lo dice. Por algo insistirá
el Papa de la “Iglesia en salida”.
Nadie nos ha pedido que nos batamos en duelo con el mundo, sólo se nos
ha pedido que le ofrezcamos el Evangelio. No estamos solos en esta tarea. Nos
acompaña el Espíritu del Resucitado. La fuerza de Dios, el Espíritu Santo
prometido por Jesús, sostiene nuestra fe y nos impulsa a vivir y a predicar el
Evangelio de Jesucristo a todas las gentes, cumpliendo así nuestra misión.
La misión de Jesús es nuestra misión. Misión según el estilo sugerido
por Jesús. Por eso, no está de más que nos preguntemos qué significa hoy para
nosotros: “expulsar demonios”, “hablar lenguas nuevas”, “ser inmunes contra el
veneno de las serpientes”, “imponer las manos y sanar enfermos”. Podemos poner
algunos ejemplos que no agotan todos los posibles.
Hoy tendríamos que expulsar de nuestra sociedad el demonio de la
insolidaridad, el egoísmo, el “primero los nuestros”, por no hablar de la
acumulación injusta, la especulación económica, la corrupción política que
termina desmoralizando a la sociedad,…
Hoy tendríamos que aprender la lengua nueva del diálogo, tan necesario
en tantos ámbitos de nuestra sociedad, empezando por la familia, pero también
en el ámbito político y social… sin olvidarnos del diálogo, siempre necesario,
pero no siempre ejercitado, en el seno de la propia comunidad cristiana.
Hoy el veneno del que nos tenemos que inmunizar es el de la xenofobia, el indiferentismo (social o eclesial),…
Hoy, a pesar de los avances científicos y médicos, sigue siendo
necesario “imponer las manos y sanar enfermos”. Es decir, hacernos cercanos a
la gente. No se puede imponer las manos si media la distancia física. También
hemos de hacernos cercanos en lo relacional. La relación cercana, como lo hizo
Jesús, es el mejor medio para que la gente pueda escuchar y acoger el Evangelio
que les tenemos que comunicar. El Evangelio siempre ha de ser sanador,
salvador… o no es el Evangelio de Jesús. Evangelio que tiene que ser Buena
Noticia para nosotros, porque también nosotros experimentamos que es
sanador-salvador para nosotros.
Nos sabemos ciudadanos del cielo, caminamos hacia la casa del Padre. Nuestro
destino último es el de Jesús, pero mientras peregrinamos en la historia
tenemos una misión: la misión de Jesús es nuestra misión.
P. Angel Mª
Ipiña, csv
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