Si hay algo que poseen los niños y que, lamentablemente, los
adultos vamos perdiendo con el correr del tiempo es la capacidad de asombro.
Los niños se sorprenden de todo lo que les acontece. Desde la mañana hasta que
se duermen por la noche no hay nada que no los movilice ni maraville.
La brisa, la luz, los animales, los alimentos, el sol, las
flores, la oscuridad, los otros niños, las pompas de jabón, el sonido de los
instrumentos musicales, los colores, los olores, las texturas…
Es inútil tratar de vivir satisfechos y jubilosos si no nos
producen asombro las pequeñas “cosas” cotidianas. Esas, que no poseen siempre
un valor monetario, pero que nos arrebatan sonrisas, nos admiran, nos
conmocionan, nos causan estupor o fascinación.
A medida que nos volvemos adultos, nos vamos poniendo serios
y lo maravilloso que posee la vida deja de causarnos admiración y
agradecimiento. También, dolorosamente, hay niños-adultos a los que se les ha arrebatado
el candor de la niñez y a los que ya poco los maravilla…
Si fuera posible, hoy prestemos mayor atención a todo aquello
que nos rodea. Sonidos, colores, aromas. Cerremos los ojos y tratemos de percibir
el mundo. Alegrémonos de los “sentidos”, puertas de conocimiento; admiremos la
respiración, bendigamos las horas que nos traen aprendizajes…
Que nuestra oración de este día sea la de Miguel de Unamuno que dice:
“Agranda la puerta, Padre, porque no puedo pasar;
la hiciste para los niños. Yo he crecido, a mi pesar.
Si no me agrandas la puerta, achícame, por piedad,
vuélveme a la edad bendita en que vivir es soñar.”
Que así sea.
@Ale Vallina
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