A los
novicios, dice Manare, invitaba Ignacio
con gran benignidad a charlar con él, sentándose a su lado, bien en el
huertecillo, bien en otro lugar. Cuando estuvo enfermo lo visitaba y trataba
como un padre. A veces, lo llamaba a su mesa y le ofrecía una manzana o pera
que había pelado con primor. Era admirable su gracia hablando, siempre grave,
nunca excitado. Sus palabras nunca eran vacías o superficiales, siempre sólidas
y eficaces. Parecía que todo lo tenía premeditado; nadie se apartaba de él sin
ser consolado. Deseaba que todos tuviesen el espíritu dócil e indiferente, pero
le gustaba secundar la propensión de los súbditos. Amaba sobremanera la limpieza
y el silencio de casa, cuidaba del orden y disciplina, le molestaban los ruidos
y las voces. Inculcaba constantemente la obediencia y observaba con escrúpulo
la pobreza. Algún día confió Manare a Ignacio que comenzaban a rebrotar en él
viejos vestigios de ira y mal genio. Ignacio le animó a luchar, no sin advertirle
que la ira moderada iba bien con tareas de gobierno...con tal de moderarla.
Ignacio siempre estaba volcado hacia Dios, aunque se ocupase en mil cosas. A
Manare le quedó grabada la imagen del fundador paseando en el jardincillo; se
detenía y levantaba los ojos hacia el cielo, siempre lleno de una inmensa confianza
en Dios y capaz de gestos audaces en momentos de apuro. Pero también confiaba
en los hombres…
Semblanza de
Ignacio hecha por Manare. Citada en el libro “Ignacio solo y a pié” de José Ignacio
Telechea
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