Cuando una persona alza su mirada hacia Él, hacia Jesucristo,
le sobreviene una transformación, en comparación
con la cual la mayor revolución es una nimiedad.
Consiste, sencillamente, en que quien alza la mirada hacia
Él, cree en Él, puede llamarse y ser aquí en la tierra hijo de
Dios. Es ésta una transformación interior que, sin embargo,
resulta imposible que se quede en algo puramente interior.
Por el contrario, cuando se produce, se abre paso
con fuerza hacia fuera. A esa persona le amanece una gran
luz, intensa y constante. Y precisamente esa luz se refleja
en su rostro, en sus ojos, en su conducta, en sus palabras y
en su manera de comportarse. A una persona así, incluso
en medio de sus preocupaciones y sufrimientos, pese a todos
sus suspiros y gruñidos, se le causa una alegría: no una
alegría gratuita y superficial, sino profunda; no pasajera, sino
permanente. Y precisamente esa alegría lo convierte,
aun cuando esté triste y sus circunstancias sean igualmente
tristes, en una persona de la que, en el fondo, se adivina
que es una persona alegre. Digámoslo con franqueza: ha
recibido algo por lo que reír, y no puede reprimir esa risa
ni siquiera cuando, por lo demás, no tiene nada de qué reír.
No se trata de una risa malvada, sino bondadosa; ni de
una risa sarcástica, sino amable y consoladora; tampoco es
una risa diplomática, como se ha hecho habitual en el ámbito
de la política, sino una risa sincera, procedente de lo
más profundo de su corazón.

Kart Barth.

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