« Pero el primer día de la
semana, al rayar el alba, las mujeres vinieron al sepulcro trayendo las
especias aromáticas que habían preparado. 2 Encontraron que la
piedra había sido removida del sepulcro, 3 y cuando entraron,
no hallaron el cuerpo del Señor Jesús. 4 Aconteció que estando ellas
perplejas por esto, de pronto se pusieron junto a ellas dos varones en
vestiduras resplandecientes. 5 Estando ellas aterrorizadas e
inclinados sus rostros a tierra, ellos les dijeron: “¿Por qué buscan entre los
muertos al que vive? 6 “No
está aquí, sino que ha resucitado. Acuérdense cómo les habló cuando estaba aún
en Galilea, 7 diciendo que el
Hijo del Hombre debía ser entregado en manos de hombres pecadores, y ser
crucificado, y al tercer día resucitar.” 8 Entonces ellas se
acordaron de Sus palabras».
Lc 24, 1-8
Todos sabemos desde muy
temprano que hemos de morir. Pero vivimos como si la muerte no fuera con
nosotros. Nos parece natural que mueran os demás, incluso esos seres queridos
cuya desaparición nos apenará profundamente. Pero nos cuesta “imaginar” que
también nosotros moriremos. No negamos con nuestra cabeza que algún día lejano
e incierto será así. Es otra cosa. El prestigioso psiquiatra Carlos Castilla
del Pino dice que se trata de una singular “negación emocional” que nos permite
vivir y proyectar el futuro como si, de hecho, no fuéramos a morir nunca.
Sin
embargo, el desarrollo de la medicina moderna está provocando cada vez más
situaciones e personas que se ven obligadas a vivir la experiencia de saber
que, en un plazo más o menos breve, van a vivir su propia muerte. Cualquiera de
nosotros puede sufrir hoy una intervención “de vida o muerte” o verse sometido
a los tratamientos de una enfermedad terminal.
Las
reacciones pueden ser diversas. Es normal que de pronto se despierte el miedo.
La persona se siente “atrapada”. Impotente ante un mal que puede acabar con su
vida. En seguida comienzan a brotar preguntas inquietantes: ¿He de morir ya?
¿Cuándo y cómo será? ¿Qué sentiré en esos momentos? ¿Qué sucederá después?
¿Terminará todo con la muerte? ¿Será verdad que me encontraré con Dios?
Estas
preguntas, planteadas desde una actitud de angustia reprimida o formulada una y
otra vez en lo secreto de uno mismo no hacen bien. La postura ha de ser otra.
Es el momento de vivir más intensamente que nunca el regalo de cada día. Es
ahora cuando se puede vivir con más verdad y también con más amor. Sin perder
la confianza en Dios, comunicándonos con la persona amiga, colaborando con los
médicos para vivir con dignidad y no sufrir mucho.
El
doctor Reil, eminente médico del pasado siglo, decía que los incurables pierden la vida pero no la
esperanza. Pero, ¿esperanza en qué? ¿Esperanza en quién? (…) Una esperanza
secreta que no se orienta hacia este mundo ni hacia las cosas de esta vida,
sino que tiende hacia algo indeterminado y apunta a la vida como aspiración
firme y segura del ser humano.
El
incurable creyente confía todo este anhelo de vida en manos de Dios. Todo lo
demás se hace secundario. No importan los errores pasados, la infidelidad o la
vida mediocre. Ahora solo cuenta la bondad y la fuerza salvadora de Dios. Por
eso, de su corazón brota una oración semejante a la del malhechor moribundo en
la cruz: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”. Una oración que es
invocación confiada, petición de perdón y, sobre todo, acto de fe vida en un
Dios Salvador.
P. José Antonio Pagola
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