Homilía del Santo Padre en Corpus Christi
"El Señor tu Dios… te nutrió con el maná, que tú no conocías” (Dt 8,2).
Estas palabras del Deuteronomio hacen referencia a la historia de Israel, al que Dios hizo salir de Egipto, de la condición de esclavitud, y al que durante cuarenta años guió en el desierto hacia la tierra prometida. Una vez establecido en la tierra, el pueblo elegido alcanza una cierta autonomía, un cierto bienestar, y corre el riesgo de olvidar los tristes acontecimientos del pasado, superados gracias a la intervención de Dios y a su infinita bondad. Entonces, las Escrituras exhortan a recordar, a hacer memoria de todo el camino hecho en el desierto, en el tiempo de la carestía y de la incomodidad. La invitación es a volver a lo esencial, a la experiencia de la total dependencia de Dios, cuando la supervivencia estaba confiada a su mano, para que el hombre comprendiera que “no vive sólo de pan, sino de cuanto sale de la boca del Señor” (Dt 8,3).
Además del hambre física, el hombre lleva consigo otra hambre, un hambre que no puede ser saciada con el alimento ordinario. Es hambre de vida, hambre de amor, hambre de eternidad. Y el signo del maná – como toda la experiencia del éxodo – contenía en sí también esta dimensión: era figura de un alimento que satisface esta hambre profunda que hay en el hombre. Jesús nos da este alimento, más aún, es Él mismo el pan vivo que da la vida al mundo (cfr Jn 6,51).
Su Cuerpo es la verdadera comida bajo la especie del pan; su Sangre es la verdadera bebida bajo la especie del vino. No es un simple alimento con que saciar nuestros cuerpos, como el maná; el Cuerpo de Cristo es el pan de los últimos tiempos, capaz de dar vida, y vida eterna, porque la sustancia de este pan es Amor.
En la Eucaristía se comunica el amor del Señor por nosotros: un amor tan grande que nos nutre con Él mismo; un amor gratuito, siempre a disposición de cada persona hambrienta y necesitada de regenerar las propias fuerzas. Vivir la experiencia de la fe significa dejarse nutrir por el Señor y construir la propia existencia no sobre los bienes materiales, sino sobre la realidad que no perece: los dones de Dios, su Palabra y su Cuerpo.
Si miramos a nuestro alrededor, nos damos cuenta de que hay muchas ofertas de alimento que no vienen del Señor y que aparentemente satisfacen más. Algunos se nutren con el dinero, otros con el éxito y la vanidad, otros con el poder y el orgullo. Pero el alimento que nos nutre verdaderamente y que nos sacia es sólo el que nos da el Señor. El alimento que nos ofrece el Señor es distinto de los demás, y quizás no nos parece tan sabroso como ciertos víveres que nos ofrece el mundo. Entonces soñamos con otros alimentos, como los hebreos en el desierto, que echaban de menos la carne y las cebollas que comían en Egipto, pero olvidaban que esos alimentos los comían en la mesa de la esclavitud. Ellos, en esos momentos de tentación, tenían memoria, pero una memoria enferma, una memoria selectiva. Una memoria esclava, no libre.
Cada uno de nosotros, hoy, puede preguntarse: ¿y yo? ¿Dónde quiero comer? ¿En qué mesa quiero nutrirme? ¿En la mesa del Señor? ¿O sueño con comer alimentos sabrosos pero en la esclavitud? También cada uno de nosotros puede preguntarse: ¿Cuál es mi memoria? ¿La del Señor que me salva, o la del ajo y las cebollas de la esclavitud? ¿Con qué memoria yo sacio mi alma?
El Padre nos dice: “Te he nutrido con el maná que no conocías”. Recuperemos la memoria, esta es la tarea, recuperar la memoria, y aprendamos a reconocer el pan falso que defrauda y corrompe, porque es fruto del egoísmo, de la autosuficiencia y del pecado.
Dentro de poco, en la procesión, seguiremos a Jesús realmente presente en la Eucaristía. La Hostia es nuestro maná, mediante el cual el Señor se nos da a sí mismo. A Él nos dirigimos con confianza: Jesús, defiéndenos de las tentaciones del alimento mundano que nos hace esclavos, del alimento envenenado; purifica nuestra memoria, para que no quede prisionera de la selectividad egoísta y mundana, sino que sea memoria viva de tu presencia a lo largo de la historia de tu pueblo, memoria que se hace "memorial" de tu gesto de amor redentor. Amén.+
"El Señor tu Dios… te nutrió con el maná, que tú no conocías” (Dt 8,2).
Estas palabras del Deuteronomio hacen referencia a la historia de Israel, al que Dios hizo salir de Egipto, de la condición de esclavitud, y al que durante cuarenta años guió en el desierto hacia la tierra prometida. Una vez establecido en la tierra, el pueblo elegido alcanza una cierta autonomía, un cierto bienestar, y corre el riesgo de olvidar los tristes acontecimientos del pasado, superados gracias a la intervención de Dios y a su infinita bondad. Entonces, las Escrituras exhortan a recordar, a hacer memoria de todo el camino hecho en el desierto, en el tiempo de la carestía y de la incomodidad. La invitación es a volver a lo esencial, a la experiencia de la total dependencia de Dios, cuando la supervivencia estaba confiada a su mano, para que el hombre comprendiera que “no vive sólo de pan, sino de cuanto sale de la boca del Señor” (Dt 8,3).
Además del hambre física, el hombre lleva consigo otra hambre, un hambre que no puede ser saciada con el alimento ordinario. Es hambre de vida, hambre de amor, hambre de eternidad. Y el signo del maná – como toda la experiencia del éxodo – contenía en sí también esta dimensión: era figura de un alimento que satisface esta hambre profunda que hay en el hombre. Jesús nos da este alimento, más aún, es Él mismo el pan vivo que da la vida al mundo (cfr Jn 6,51).
Su Cuerpo es la verdadera comida bajo la especie del pan; su Sangre es la verdadera bebida bajo la especie del vino. No es un simple alimento con que saciar nuestros cuerpos, como el maná; el Cuerpo de Cristo es el pan de los últimos tiempos, capaz de dar vida, y vida eterna, porque la sustancia de este pan es Amor.
En la Eucaristía se comunica el amor del Señor por nosotros: un amor tan grande que nos nutre con Él mismo; un amor gratuito, siempre a disposición de cada persona hambrienta y necesitada de regenerar las propias fuerzas. Vivir la experiencia de la fe significa dejarse nutrir por el Señor y construir la propia existencia no sobre los bienes materiales, sino sobre la realidad que no perece: los dones de Dios, su Palabra y su Cuerpo.
Si miramos a nuestro alrededor, nos damos cuenta de que hay muchas ofertas de alimento que no vienen del Señor y que aparentemente satisfacen más. Algunos se nutren con el dinero, otros con el éxito y la vanidad, otros con el poder y el orgullo. Pero el alimento que nos nutre verdaderamente y que nos sacia es sólo el que nos da el Señor. El alimento que nos ofrece el Señor es distinto de los demás, y quizás no nos parece tan sabroso como ciertos víveres que nos ofrece el mundo. Entonces soñamos con otros alimentos, como los hebreos en el desierto, que echaban de menos la carne y las cebollas que comían en Egipto, pero olvidaban que esos alimentos los comían en la mesa de la esclavitud. Ellos, en esos momentos de tentación, tenían memoria, pero una memoria enferma, una memoria selectiva. Una memoria esclava, no libre.
Cada uno de nosotros, hoy, puede preguntarse: ¿y yo? ¿Dónde quiero comer? ¿En qué mesa quiero nutrirme? ¿En la mesa del Señor? ¿O sueño con comer alimentos sabrosos pero en la esclavitud? También cada uno de nosotros puede preguntarse: ¿Cuál es mi memoria? ¿La del Señor que me salva, o la del ajo y las cebollas de la esclavitud? ¿Con qué memoria yo sacio mi alma?
El Padre nos dice: “Te he nutrido con el maná que no conocías”. Recuperemos la memoria, esta es la tarea, recuperar la memoria, y aprendamos a reconocer el pan falso que defrauda y corrompe, porque es fruto del egoísmo, de la autosuficiencia y del pecado.
Dentro de poco, en la procesión, seguiremos a Jesús realmente presente en la Eucaristía. La Hostia es nuestro maná, mediante el cual el Señor se nos da a sí mismo. A Él nos dirigimos con confianza: Jesús, defiéndenos de las tentaciones del alimento mundano que nos hace esclavos, del alimento envenenado; purifica nuestra memoria, para que no quede prisionera de la selectividad egoísta y mundana, sino que sea memoria viva de tu presencia a lo largo de la historia de tu pueblo, memoria que se hace "memorial" de tu gesto de amor redentor. Amén.+
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