«Cuestión de actitud»


« 19 Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, y estando las puertas cerradas en el lugar donde los discípulos se reunían por miedo a los judíos, Jesús entró, se puso en medio de ellos y les dijo: "¡Paz a vosotros!"  20 Habiendo dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se regocijaron cuando vieron al Señor.  21 Entonces Jesús les dijo otra vez: "¡Paz a vosotros! Como me ha enviado el Padre, así también yo os envío a vosotros."  22 Habiendo dicho esto, sopló y les dijo: "Recibid el Espíritu Santo.  23 A los que remitáis los pecados, les han sido remitidos; y a quienes se los retengáis, les han sido retenidos."»

Jn 20, 19-23 


Considero que todo momento es propicio para decidir qué cosas quiero vivir y cómo vivirlas. No me refiero a experimentar solamente cosas buenas y maravillosas, y evitar a toda costa las frustraciones, las crisis, las desilusiones, para que nada ni nadie "manche" o arruine mis sueños de felicidad. Me refiero a algo más que a jugar a construir castillos en el aire o a imaginar viviendo en el «país de las maravillas». A lo que me refiero es a la actitud con que nos situamos ante la vida misma tal y como se da.
Cuando Jesús dijo a sus discípulos «Reciban el Espíritu Santo» no lo hizo con el fin de que podamos decir que adoramos a un Dios en tres personas, ni para complicarnos al momento de entender y explicar cómo operan en la economía de la salvación. Lo hizo porque quiso darnos un guía, un compañero, o como lo define el mismo Jesús, un «abogado» o «defensor».
El Espíritu  Santo transformó el miedo de los discípulos en fe, valor y confianza. Ellos estaban «encerrados» por «miedo a los judíos», y los hizo salir de sí mismos para anunciar el evangelio, y comunicar a todos la maravillosa noticia de que Jesús había resucitado.
 En cada celebración de Pentecostés volvemos a «refrescar» la fuerza del Espíritu en nuestros corazones.  Su presencia, nos impulsa a salir siempre de nuestros encierros y dejar de vivir de manera temerosa e inauténtica. El Espíritu Santo gesta en nosotros la «actitud» de fe que necesitamos renovar constantemente para vivir como verdaderos cristianos.
La presencia del Espíritu nos permite salir de ciertas situaciones de «encierro». Por ejemplo, el don de sabiduría nos ilumina para no quedar atrapados en relaciones o conversaciones superficiales que no buscan otra cosa que el “halago” mutuo. En lugar de estar preocupados por ocupar los «primeros puestos» (Cf. Mc 12, 38-40)  y tener grabado el propio nombre en la baldosa de la sacristía, el don de inteligencia nos hace comprender que nuestra vocación es servir y amar al prójimo, y no andar ambicionando poder dentro de la Iglesia. El don del consejo nos señala el camino de la santidad ayudándonos a «recibir» las mociones que vienen de Dios y «rechazar» las que brotan de un corazón “revanchista” disfrazado de servicio.  El don de fortaleza  nos alienta continuamente a superar la preocupación que genera la opinión de los demás, para comenzar a discernir qué es lo mejor para mí en un momento particular. El temor de Dios nos alienta a abandonar los "mandatos internos" que enajenan nuestro futuro situándonos en un "brete" del que no podemos escapar, para preguntar a Dios cuál es nuestra verdadera vocación. Pero también nos impulsa a vivir con mayor autenticidad para no ser “complacientes” con los que ostentan poder por temor a perder privilegios.  El don de piedad nos permite tratar a Dios como Padre, como Jesús nos enseñó.  El don de ciencia nos conduce a actuar con rectitud, caridad y misericordia y a mantener nuestro corazón en Dios.
Ahora bien, muchos dirán que no siempre podemos elegir qué queremos vivir porque hay situaciones que simplemente no podemos cambiar. Y en parte tienen razón. Pero también es verdad que aun atravesando situaciones que no elegimos, sí podemos elegir cómo pasar a través de ellas. Ésta es la actitud de fe que gesta el Espíritu en nuestros corazones.
Todos sabemos que no podemos hacer sólo lo que nos gusta, o vivir solamente los momentos gratos y placenteros, y evitar aquello que nos produce rechazo. Pensar así sería dejar de ser realista. Y sin embargo, aun cuando las situaciones por las que atravesamos no son las imaginadas o queridas por nosotros, podemos elegir cómo vivirlas.
Los que creemos que Dios nos ha donado su Espíritu, sabemos que su presencia es providente, y nos acompaña en los momentos difíciles para sostener nuestra fe. 
Tener fe en Dios significa depositar en Él nuestra confianza. Es decir, fiarnos de Él...y esto es determinante para el que cree. Vivir con una actitud de fe significa vivir bajo las mociones del Espíritu Santo.
Por lo tanto, considerar qué cosas quiero vivir, y cómo, significa ejercer responsablemente la propia libertad, tanto para dejar de lado lo que no quiero vivir como para asumir con actitud de fe aquellas cosas que no puedo cambiar.
P. Javier  Rojas sj


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