«En aquel tiempo, dijo Jesús: «En verdad, en verdad os digo:
el que no entra por la puerta en el redil de las ovejas, sino que escala por
otro lado, ése es un ladrón y un salteador; pero el que entra por la puerta es
pastor de las ovejas. A éste le abre el portero, y las ovejas escuchan su voz;
y a sus ovejas las llama una por una y las saca fuera. Cuando ha sacado todas
las suyas, va delante de ellas, y las ovejas le siguen, porque conocen su voz.
Pero no seguirán a un extraño, sino que huirán de él, porque no conocen la voz
de los extraños». Jesús les dijo esta parábola, pero ellos no comprendieron lo
que les hablaba. Entonces Jesús les dijo de nuevo: «En verdad, en verdad os
digo: yo soy la puerta de las ovejas. Todos los que han venido delante de mí
son ladrones y salteadores; pero las ovejas no les escucharon. Yo soy la
puerta; si uno entra por mí, estará a salvo; entrará y saldrá y encontrará
pasto. El ladrón no viene más que a robar, matar y destruir. Yo he venido para
que tengan vida y la tengan en abundancia.»
Jn 10, 1-10
Es bien conocida por todos nosotros la historia que narra
Antonie de Saint-Exupéry, en su libro El Principito. El diálogo entre el zorro
y el Principito nos puede ayudar a comprender el misterioso mundo de nuestra
interioridad.
Z- [El zorro dijo al principito] Mi vida es monótona. Yo
cazo gallinas, los hombres me cazan. Todas las gallinas se parecen, y todos los
hombres se parecen. Me aburro, pues, un poco. Pero, si me domesticas, mi vida
resultará como iluminada. Conoceré un ruido de pasos que será diferente de
todos los demás. Los otros pasos me hacen volver bajo tierra. Los tuyos me
llamarán fuera de la madriguera, como una música. ¡Y además, mira! ¿Ves, allá
lejos, los campos de trigo? Yo no como pan. El trigo para mí es inútil. Los
campos de trigo no me recuerdan nada. ¡Y eso es triste! Pero tú tienes cabellos
color de oro. Entonces ¡será maravilloso cuando me hayas domesticado! El trigo,
que es dorado, me hará recordarte. Y me agradará el ruido del viento en el
trigo... El zorro se calló y miró largamente al principito: - Por favor... –
dijo- ¡domestícame!
P- Me parece bien – respondió el principito -, pero no tengo
mucho tiempo. Tengo que encontrar amigos y conocer muchas cosas.
Z- Sólo se conoce lo que uno domestica – dijo el zorro. –
Los hombres ya no tienen más tiempo de conocer nada. Compran cosas ya hechas a
los comerciantes. Pero como no existen comerciantes de amigos, los hombres no
tienen más amigos. Si quieres un amigo, ¡domestícame!
P- ¿Qué hay que hacer? – dijo el principito.
Z- Hay que ser muy paciente – respondió el zorro. Te
sentarás al principio más bien lejos de mí, así, en la hierba. Yo te miraré de
reojo y no dirás nada. El lenguaje es fuente de malentendidos. Pero cada día
podrás sentarte un poco más cerca...
El zorro plantea un tema que es esencial para vivir desde la
fe; «Sólo se conoce lo que se domestica». Un verdadero proceso de madurez
humana y espiritual comienza con el conocimiento de nuestro propio mundo interior en el que
habitan pensamientos, sentimientos, deseos, etc., que necesitamos domesticar.
Es decir, necesitamos ahondar en nuestro propio corazón (imagen de la totalidad
del ser) para conocer lo que hay en él,
para aprender a relacionarnos sanamente con nosotros mismos, y construir
con los demás relaciones auténticas.
No debemos olvidar que miramos la realidad según las
experiencias que hemos tenido, y que han conformado una manera particular de
ver. ¡Hay personas que en lugar de descubrir en la realidad algo nuevo, se
pasan la vida proyectando sobre la realidad experiencias añejas!. Son personas
se relacionan desde sus propios miedos.
Un corazón
domesticado nos permite descubrir y valorar lo esencial en los demás, y en las
situaciones que nos toca vivir. Es fácil descubrir a la persona con un corazón
renovado. Ella tiene siempre una mirada llena de sorpresa y amor. Pareciera que
todo le resulta nuevo.
La persona con un corazón domesticado sabe apreciar la
bondad en los demás, encuentra siempre un camino para reconstruir la paz y la
reconciliación, sabe esperar y es paciente. El hombre de corazón domesticado
sabe descubrir lo esencial.
En definitiva, la persona que sabe apreciar el trigo donde
otros sólo ven cizaña es aquella que mira la realidad con los ojos de Dios. La
persona que posee un corazón domesticado no se avergüenza del pecado y no se
escandaliza de la miseria de los demás. Es decir, es una persona que ha hecho
una conversión profunda y no solamente un «cambio de hábito».
Pero, ¿cómo es posible domesticar el corazón para saber
apreciar lo bueno en el tiempo que vivimos? ¿Cómo se aprende a descubrir el
trigo entre tanta cizaña?
La primera condición para domesticar el corazón es evitar
que los pensamientos y sentimientos destructivos se instalen en el corazón.
Porque si dejamos anidar el resentimiento, el rencor y la venganza, o nuestra
historia continúa tiñendo nuestra mirada, seguramente no descubriremos jamás la
bondad que existe en los demás.
En el evangelio de hoy, Jesús nos da la clave para llegar al
propio corazón y «domesticarlo». Él usa dos imágenes. Dice «Yo Soy la Puerta» y
«Yo Soy el Buen Pastor». Jesús resucitado es la puerta que nos conduce al
conocimiento auténtico de nosotros mismos, y el pastor que nos señala el camino
para salir del dolor y la tristeza, hacia la alegría y la paz.
Jesús es la puerta; por medio de Él ingresamos a la propia
casa interior, al corazón, en donde ansiamos sentirnos en paz. Jesucristo, nos
enseña a estar en paz con nosotros mismos. Él que nos anima a aceptarnos y a
reconciliarnos con nuestra propia historia y nos enseña a domesticar nuestros
sentimientos.
La causa por la que perdemos la paz y la alegría con
facilidad se debe a que hemos llenado el corazón de exigencias, prohibiciones y
deberes que cumplir. ¿En función de qué? De haber incorporado el éxito y el
triunfo como parámetros de “una vida feliz”. Vivimos para triunfar y
descuidamos lo esencial, aquello que es invisible a los ojos.
Jesús es el pastor; nos rescata de nuestras mentiras y
engaños y nos conduce a una vida plena.
Él va delante de nosotros mostrándonos el camino hacia la verdadera
felicidad.
Con facilidad quedamos encantados con las promesas de
felicidad que nos hace el éxito y el triunfo, pero no hemos aprendido a
sobrellevar los fracasos y las derrotas que nos permiten madurar humana y
espiritualmente. ¡Quién no mira de frente al fracaso está condenado a fracasar!
El «exitismo» se ha instalado en nuestras vidas, está
dañando nuestras relaciones y convirtiendo a las personas en medios para
alcanzar las metas. Este criterio de felicidad está destruyendo personas y
familias enteras. Está dejando heridas difíciles de sanar…
Este criterio de felicidad unido al éxito y el triunfo, está
seleccionando y rechazando personas. Si no logramos domesticar el corazón,
seremos unas bestias con los demás.
Jesús es la puerta
por la que podemos entrar en nuestro interior y reconocer que detrás del éxito
y del triunfo a veces se esconde el deseo enorme de ser amado y aceptado. Jesús
es el pastor que nos permite salir de los miedos y las mentiras para caminar en
paz. Él nos enseña el camino hacia la verdadera felicidad. Jesús en la cruz nos
ha mostrado que allí donde el mundo ve fracaso, existe el triunfo de la vida.
P. Javier Rojas sj
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