«¿Cómo esperamos al que ha de venir?»
«Juan, en la
cárcel, oyó hablar de lo que Cristo estaba haciendo, y envió algunos de sus
seguidores a preguntarle: “¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?”
Jesús les contestó: Vayan a contar a Juan lo que ustedes ven y oyen: los ciegos
ven, los cojos andan, los leprosos queda limpios de su enfermedad, los sordos
oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia el mensaje de
salvación. ¡Y dichoso el que no pierde su confianza en mí! Cuando se fueron, Jesús comenzó a hablar a la gente acerca
de Juan, diciendo: ¿Qué fueron a ver al desierto? ¿Una caña agitada por el
viento? ¿Qué fueron a ver? ¿Un hombre vestido con refinamiento? Los que se
visten de esa manera viven en los palacios de los reyes. ¿Qué fueron a ver,
entonces? ¿A un profeta? Les aseguro que sí, y más que un profeta. Él es aquél
de quién esta escrito: “Yo envío a mi mensajero delante de ti para prepararte
el camino.” Les aseguro que, no ha nacido ningún hombre más grande que Juan el
Bautista; y sin embargo, el más pequeño en el reino de Dios es más grande que
él. »
Mt 11, 2-11
La
pregunta que hacen a Jesús los discípulos de Juan, « ¿Eres tú el que ha
de venir o debemos esperar a otro?» bien podría reformularse de la
siguiente manera; « ¿Cómo esperamos al que ha de venir?». En aquel entonces,
cuando el Bautista «oyó
hablar de lo que Cristo estaba haciendo», quedó desconcertado. El Mesías que había anunciado
no coincidía con Jesús de Nazaret.
Nosotros sabemos que es el Hijo de Dios el que viene, y
por eso nuestro cuestionamiento es otro; ¿Cómo aguardamos esa venida? ¿Qué
sentido tiene celebrar el nacimiento del Hijo de Dios? Y cuando nos hacemos
estas preguntas los que quedamos desconcertados somos nosotros. Desconcertados
porque tal vez la alegría y la esperanza no sean los sentimientos que
albergamos en el corazón.
Aunque resulte extraño decirlo, la navidad despierta en algunas
personas ternura, alegría, compasión, solidaridad, y en otras, en cambio,
desesperaciones, tristeza y estrés. Hay quienes sienten que algo revive en
ellas, algo vuelve a florecer, mientras que para otras se inicia la misma
rutina de compras, regalos, compromisos sociales, etc.
Los motivos pueden ser muchos y muy variados, pero creo
sin embargo, que el nacimiento del Niño deja al descubierto la manera que
tenemos de situarnos ante la vida y el modo que hemos adquirido de vivir. Un
modo de vivir que a fin de año generalmente hace eclosión.
El pesebre no solamente revela quién es Dios, sino también
quiénes somos nosotros. Nos muestra que la grandeza se vuelve pequeñez, que la fuerza torna en fragilidad, y que el
poder y la omnipotencia caen rendidos ante un regazo que cobija tiernamente.
Y nosotros, ¿Quiénes somos ante el pesebre?
Si dejáramos por un momento de pensar en los compromisos
sociales, en los regalos, en las compras, para situarnos ante el pesebre y entrar
dentro de nosotros mismos, podríamos dejar aflorar los ojos de niño que llevamos
dentro. Porque del pesebre brotan aires de renovación cuando se contempla con la
admiración y fascinación de un niño. Nuestra agitada vida de adultos no nos permite
percibir el pesebre con el corazón, sino con el bolsillo. La facilidad con que
extraviamos a fin de año la alegría y la esperanza se debe a que nos creemos dueños
absolutos de nuestra existencia, y únicos protagonistas de nuestra historia.
El niño, por el contrario, se sabe dependiente y
necesitado. Conoce sus límites y no oculta su fragilidad, y sabe que no puede
subsistir sin la constancia de un abrazo amoroso y sin la fuerza de un “beso”
que todo lo sana y repara. El niño sabe que cuando necesita ayuda le basta con levantar
los ojos para encontrarse con el rostro amable y atento de quien puede
propiciarlo.
Tal vez, el hecho de que muchos adultos pierdan la alegría
y la esperanza en la navidad, se deba a que no tienen a quien dirigir la mirada
para encontrar cobijo y contención. En el pesebre Jesús nos hará un lugar para
todos. En esa cuna Dios nos abrazará a todos, ya sea que nos acerquemos a él
con la confianza de un niño, o que nos “achiquemos un poco”. En el rostro de ese niño encontraremos el amor que andamos necesitando. En el
pesebre hay lugar para todos.
Pidamos a Dios que sigamos disponiendo el corazón para
contemplar al niño en esta navidad.
P. Javier
Rojas sj
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