«El último salió justificado»
«Jesús contó esta otra parábola para algunos que, creyéndose
buenos, despreciaban a los demás: Dos hombres fueron al templo a orar: el uno
era fariseo, y el otro uno de esos que cobra impuestos para Roma. El fariseo,
de pie, oraba así: “Oh Dios, te doy gracias porque no soy como los demás:
ladrones, malvados y adúlteros. Ni tampoco soy como ese cobrador de impuestos.
Ayuno dos veces a la semana y te doy la décima parte de todo lo que gano.” Pero
el cobrador de impuestos, que se había quedado a cierta distancia, ni siquiera
se atrevía a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho y decía:
“¡Oh Dios, ten compasión de mí, que soy pecador!” Os digo que este cobrador de
impuestos volvió a su casa perdonado por Dios; pero no el fariseo. Porque el que
a sí mismo se engrandece, será humillado; y el que se humilla, será
engrandecido.»
Lc 18, 9-14
En todas partes hay personas a las que les gusta ser consideradas
como buenas y justas, como que sobresalen por encima de todas las demás.
Jesús cuenta una parábola para aquellas a las que no les
gusta que lo bueno que hacen pasen desapercibido sin el debido
reconocimiento. A estas personas les
encanta que su mano izquierda se entere de lo que hizo la derecha (Cf. Mt 6, 3)
El pedido de Jesús a estar en constante vigilancia y
oración, nos exige repasar debidamente nuestras actitudes y modos de rezar.
Emprender “grandes o pequeñas” empresas por amor a Dios y el bien del prójimo
es un gesto de amor comprometido, pero hemos de tener cuidado de que no se
filtren anhelos ególatras de reconocimiento.
Jesús plantea una ecuación maravillosa. Aquel que dice amar
a Dios y emprende grandes tareas en su nombre pero desprecia a los demás, no es
bueno. La bondad de una persona no se deriva del servicio a Dios solamente. No basta, según el
evangelio, que alguien realice grandes sacrificios y ofrendas a Dios si no ama
y respeta a su hermano.
Pero además, el desprecio al que hace alusión Jesús en la
parábola es la de un hombre que se considera justo ante Dios pero a costa de
humillar y despreciar a otro.
¿Qué actitud tenemos frente a las personas que nos rodean?
¿Te sientes mejor que muchos cristianos simplemente porque no cometes pecados
“públicos”?
A los cristianos nos han enseñado que no se debe
"condenar a la persona sino al pecado”,
pero en realidad muchas veces no nos interesa siquiera el otro, sino el
propio reconocimiento ante los demás, considerándonos como modelos ante ellos…
En algunas comunidades, en ocasiones, se amontonan personas
a las que les gusta ir con cuento al sacerdote de turno. Tratan por todos los
medios de que se la considere indispensable y servicial, a costa de ventilar
los defectos de todos los demás. Un sacerdote poco avispado o muy preocupado
por otras cosas, fácilmente caerá en la trampa de creer que tan “sublime” colaborador sólo está preocupado
por ayudar en el servicio de Dios.
El fariseo y el publicano estaban haciendo algo
objetivamente bueno: los dos estaban orando. Pero la actitud interna los diferencia.
Mientras el primero anhelaba que se le reconozca lo bueno que era cumpliendo la
ley y entregando el diezmo, el publicano simplemente suplicaba a Dios que
tuviera compasión de él. Los diferencia la actitud interior con la que se
dirigen a Dios.
Las actitudes que pide Jesús que vivamos no se logran
simplemente hincándonos de rodillas en los templos. Se requiere reconocer que
Dios es el único justo, y que su amor es el que nos hace buenos. Es su amor el
que nos renueva por dentro.
A veces andamos tan atacados de celos, de afán de
reconocimiento, de complejos e
inseguridades por compararnos con los demás, que nuestra oración se convierte
en una necesidad imperiosa porque Dios nos considere buenos.
El fariseo cumple lo prescrito y por eso se cree justo. Piensa
que por hacer lo que debe es bueno, y que por eso puede despreciar a los demás.
Dice el evangelio que el fariseo no fue perdonado por
enumerar sus deberes y cumplimientos. El publicano, en cambio, oraba pidiendo a
Dios misericordia. El fariseo no necesitaba que Dios lo salvara porque ya se
sentía salvado por cumplir con sus deberes.
Termina el Evangelio recordándonos que la humidad ante Dios
y ante los demás es lo que engrandece al hombre. Porque nada hay de qué
presumir quien sabe que todo lo que tiene es don gratuito de Dios.
P. Javier Rojas sj
¿Cómo miro a mis amigos, vecinos, parientes que no practican
los rituales religiosos?
¿Cómo creo que los mira Jesús?
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