El Adviento nos promete que nuestro desierto será
transformado y empezará a florecer. Hablamos del desierto de hormigón de
nuestras ciudades, del desierto de los corazones humanos. El desierto es una
imagen de la soledad, el abandono, la falta de sentido, la carencia de
relación y el vacío. Estamos sin hogar,
y hay en nosotros fuerzas salvajes e indómitas que hacen parecer feo nuestro
rostro. El desierto es el lugar donde nos vemos inexorablemente enfrentados
cara a cara con nosotros mismos y con nuestra desagradable realidad. Para
poder preparar el camino al Señor, primero debemos atrevemos a salir al propio
desierto. Es en el desierto de nuestro corazón donde tenemos que prepararle el
camino. Debemos mirar todo cuanto de reprimido, de encubierto, de indefinido
... hay en nosotros, y ponerlo ante Dios. Precisamente ahí quiere Dios venir a
nosotros, no en las avenidas de nuestro éxito y nuestros logros. A nosotros nos
gustaría encontramos con Dios fuera de nosotros, en edificantes celebraciones
litúrgicas, en la comunidad de personas afines. Pero Dios quiere salimos al
encuentro precisamente en nuestro desierto, donde desea hallamos para celebrar
con nosotros la fiesta de la redención, para hacerse uno con nosotros y
transformar todo cuanto hay en nosotros. Sólo cuando dejamos entrar a Dios en
nuestro desierto, puede hacerse realidad lo que nos promete Isaías en los textos
que se leen en este tiempo. El Adviento nos promete que en nuestro
desierto podemos encontrar una fuente de la que beber. El desierto no es sólo
el lugar del vacío y la falta de sentido, de la tentación y la seducción, sino
también el lugar de la experiencia de Dios y del encuentro con Dios. En
el tiempo de Adviento podemos reunir el
valor necesario para entrar en nuestro desierto. Allí hemos de experimentar que Dios está
cerca de nosotros, que nos lleva en sus manos en nuestros momentos de soledad.
Lo mismo que a Elías, que se deseó la muerte en el desierto, Dios envía a cada
uno su ángel. En medio del desierto experimentamos a Dios como aquel que nos
aguarda. La consoladora promesa del Adviento nos asegura que al final de la
experiencia del desierto se encuentra la alegría.
Anselm GRÜM
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