Trato de acercarme a mi oración como al lugar del desvelamiento, al ámbito de la diafanidad. Orar es hacer posible el éxtasis o, más discretamente, el éxodo: salir de mí mismo, hacia un Lugar inalcanzable donde Él y la Vida me salen al encuentro de un modo diferente a la errancia, al extravío de mi torpe autocentramiento.
Mi oración se ha ido simplificando con el tiempo. No hay textos. Sólo un rincón en mi habitación y un icono. Allí me recojo en la noche, cuando todo calla. Convocado al Silencio, una Presencia se desvela. Sentado sobre un banquillo, la cercanía del suelo me ‘humilla’, me hace tierra. Necesito este contacto con el principio que me fundamenta, del cual emerge la verticalidad de mi ser como presencia y ofrecimiento. Tomo entonces conciencia del altar de mi cuerpo, copa y ofrenda. Y a través de la respiración me adentro en el movimiento primordial de la vida: inspirando, acojo el don de la existencia que me es dado en este momento; expirando, trato de entregar el mismo don que me está siendo ofrecido. Pero no consiste sólo de llegar a ser consciente de mi respiración, sino de devenir todo yo respiración como el vehículo más tangible de lo que es el misterio de existir: receptividad y donación. Esto mismo es lo que me introduce en la vida intratrinitaria: acogiendo y entregando, soy llevado al mismo abrazo que se da entre el Padre y el Hijo a través del aire que respiro, imagen del Espíritu.
A veces, a la respiración incorporo una palabra: ‘Señor’, ‘Jesús’, ‘Te amo’,… Palabra que se hace mía al inspirarla y se expande más allá de mí al expirarla, hasta que entra tan adentro, que se hace sustancia de mi ser. Entonces callo del todo.
Otras veces se da sólo la contemplación del Rostro. Un Rostro –Su Rostro- con rasgos o sin ellos. Insinuación de una Presencia que se vislumbra. Anhelo indecible de Belleza infinita y de ser bañado en misericordia, de ser mirado y recreado. De ser otro para Otro, de perderme en Quien me mira desde una inalcanzable cercanía.
En ocasiones, irrumpen otros rostros, rostros de otros que se hacen presentes sin saber cómo. Entonces la oración se convierte en intercesión.
Otras veces, me siento mendigo, amigo infiel o distraído, exiliado, ansioso y con angustias. Y las ramas de mi árbol se pueblan de pájaros errantes que apenas se posan en ellas, dejándome solitario en medio de un páramo desolado dentro de mi propio vacío.
Un día sin oración es como una jornada sin sol, donde la mirada queda retenida en la niebla baja de mi propia autorreferencia. Tomo conciencia de mi exilio cuando percibo que me he convertido en la medida de todas las cosas, en lugar de dejar que Dios dé su medida. Es así también como noto si doy suficiente tiempo a la oración o si caigo en un fatal activismo: si las personas que me rodean las percibo como Rostros, destellos del Misterio ‘en el cual somos, nos movemos y existimos’, o si tropiezo con ellas como meros bultos que me estorban.
Sólo recentrándome en Aquél que me descentra puedo percibirme como ínfimo receptáculo que, colmándome, me vacía y me desborda.
Xavier Melloni Sj
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