«¿Cuenta Jesús contigo?»
« 7 Entonces llamó a los doce y
comenzó a enviarlos de dos en dos, dándoles autoridad sobre los espíritus
inmundos; 8 y les ordenó que
no llevaran nada para el camino, sino sólo un bordón; ni pan, ni alforja, ni
dinero en el cinto; 9 sino
calzados con sandalias. No llevéis dos túnicas
10 -- les dijo -- y dondequiera que entréis en una casa,
quedaos allí hasta que salgáis de la población.
11 Y en cualquier lugar que no os reciban ni os escuchen, al
salir de allí, sacudid el polvo de la planta de vuestros pies en testimonio
contra ellos. 12 Y saliendo,
predicaban que todos se arrepintieran.
13 Y echaban fuera muchos demonios, y ungían con aceite a
muchos enfermos y los sanaban. ».
Mc 6, 7-13
Cuando Jesús se cruza en
nuestro camino, nada sigue siendo igual. Y aunque podemos volver a vivir como
si nunca hubiéramos oído hablar de Él, lo cierto es que su presencia cambia
para siempre la vida del hombre. Cambia el horizonte de percepción y de comprensión
de nuestra vida y de la historia.
El evangelio nos proporciona
nuevos lentes que permiten mirar la realidad con otro “color”. Nos ayudan a
encontrar a Dios en lugares y personas, que sin fe, sería muy difícil de
reconocer. Cuando vivimos desde la perspectiva del evangelio nuestro entorno
adquiere novedad. Es como si todo volviera a tener vida o a recuperar toda su
belleza y esplendor. Es algo semejante a comenzar a ver nuevamente. Algo así
como reconocer que en aquello que siempre hemos visto se revelara ahora algo
distinto que nos invita a vivir de una manera nueva.
El evangelio nos invita a
vivir en este mundo sabiendo que no pertenecemos a él. Porque nuestra
ciudadanía es otra. Pertenecemos al pueblo de Dios. Y dentro de esta “nación”
que es la Iglesia hay diversidad de personas, colores, culturas. Nosotros somos
ciudadanos del Reino de Dios, y mientras peregrinamos en este mundo tenemos que
hacer el esfuerzo por encontrar su presencia entre nosotros. Aún en medio de un campo en el que abunda
cizaña Dios se hace presente.
Es muy importante para
nuestra fe y espiritualidad, tener una relación con el mundo que sea sana y
adulta. ¿Qué quiero decir con ello? Que en la creación entera, aún en medio de
las situaciones dolorosas y horrendas que podemos apreciar a causa del
ejercicio de la libertad del hombre, es necesario reconocer a Dios habitando y
preguntarnos ¿Qué quieres de mí Señor? ¿A dónde me llamas a colaborar contigo?
¿Cuál es la misión que tienes para mí?
Al reconocernos como hijos
de Dios, asumimos que su sueño y proyecto de salvación es también nuestro. El
que ama de verdad, ama también lo que al otro le hace feliz. La felicidad del
otro es signo de amor sincero. Cuando quieres el bien del otro te afanas por
colaborar y ayudar en aquello que le brinda felicidad.
En el evangelio de hoy
Jesús envía a sus discípulos a la misión. Misión que es suya. Misión que ha
recibido de su Padre. Misión a la que nos invita a unirnos. Misión que nos hace
uno con Jesús y con el Padre en el amor del Espíritu.
El encargo que hace Jesús a
sus discípulos, no es otra cosa que la misión que ha recibido de su Padre; «expulsar demonios y curar de sus
enfermedades». Este encargo no es otra cosa que recordar al mundo el deseo
enorme de Dios por restablecer la amistad con nosotros y de sanar nuestras
heridas.
Como ya te habrás dado
cuenta, el hombre y la mujer de hoy necesitan sentir la bondad y el amor de
Dios incondicional. Cuando oímos decir que vivimos en una sociedad de consumo
no es equivocada la apreciación. Pero creo que ello es una consecuencia.
La causa de la sociedad de
consumo no es sólo el afán por tener y poseer, por aparentar o acumular. No se
reduce sólo a la avaricia y al ansia de tener cada vez más. No, la causa es el
enorme vacío que siente el hombre de hoy. Vacío que quiere llenar con algo. Siente la necesidad profunda de ser
amado por lo que es. Desea sentirse aceptado más allá de sus fragilidades,
incoherencias y pecados.
Sentir el amor del otro y
poder amar es una necesidad básica del ser humano. Y cuando la sensación que se vive es que no se
nos ama por lo que somos, buscamos que se nos quiera por lo que tenemos o lo
que aparentamos tener. Cuando lo que somos no gusta, ofrecemos máscaras. Cuando
nuestra fragilidad es rechazada nos aferramos, al poder para ser respetados o
temidos. Cuando el amor no es gratuito, comenzamos a comercializar afectos.
El hombre de hoy tiene mayor
consciencia de su vacío aunque no se atreva a reconocerlo abiertamente. Sabe
muy bien que la felicidad que busca no está en sus posesiones, pero no se
atreve a dejar de poner en ellas su confianza.
Es más consciente que el mundo desplaza al que
tiene menos. Rechaza o discrimina a quien
no puede justificar ante los demás que es importante por lo que posee, y por
ello cada vez quiere más. Pero también mayor es la sensación de vacío y soledad
que lleva dentro. Porque tener más y más significa que alguien tiene menos y
cada vez menos. Y generando pobreza y miseria en los demás es imposible que un
ser humano pueda encontrar la felicidad que busca.
Nosotros, como hijos de
Dios y discípulos de su Hijo, somos enviados a una misión; hacer que el hombre
de hoy sienta que es amado por lo que es y no por lo que tiene. Nuestra tarea
es comunica a los demás que aun en medio de las dificultades, tropiezos y
pecado, Dios nos ama incondicionalmente. El hombre de hoy necesita recuperar la
confianza en sí mismo. Le urge reconocer que es amado. Esta es nuestra misión; que los demás sientan el amor de Dios. Es
nuestra misión en cuanto que somos nosotros los invitados a hacer presente ese
amor. Por medio de nuestras palabras y gestos el hombre de hoy debe encontrar
el rostro de Dios.
¿Puede contar contigo Jesús?
¿Estás tú con Dios? ¿Haces tuyo el deseo de Dios de comunicar al hombre de hoy
su amor?
Pidamos al Padre que nos
renueve la fe y el amor para que podamos manifestar a lo demás Su amor. Que por
medio de nosotros Dios se haga presente en la vida de los demás.
P. Javier Rojas, sj
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