« 60 Por eso muchos de sus
discípulos, cuando oyeron esto, dijeron: Dura es esta declaración;
¿quién puede escucharla? 61
Pero Jesús, sabiendo en su interior que sus discípulos murmuraban por esto, les
dijo: ¿Esto os escandaliza? 62
¿Pues qué si vierais al Hijo del Hombre ascender adonde antes estaba? 63 El Espíritu es el que da vida;
la carne para nada aprovecha; las palabras que yo os he hablado son espíritu y
son vida. 64 Pero hay algunos
de vosotros que no creéis. Porque Jesús sabía desde el principio quiénes eran
los que no creían, y quién era el que le iba a traicionar. 65 Y decía: Por eso os he dicho
que nadie puede venir a mí si no se lo ha concedido el Padre. 66 Como resultado de esto muchos
de sus discípulos se apartaron y ya no andaban con Él. 67 Entonces Jesús dijo a los doce:
¿Acaso queréis vosotros iros también? 68
Simón Pedro le respondió: Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida
eterna. 69 Y nosotros hemos
creído y conocido que tú eres el Santo de Dios.»
Jn 6, 60-69
Si meditamos el evangelio con seriedad nos
daremos cuenta que es un programa de vida exigente. Contradice en su totalidad
lo que el mundo considera como deseable y necesario para ser feliz. Lo que el
tiempo actual dictamina que está bien o es “normal”. El evangelio es la contra
cara, el polo opuesto, de esa tendencia o inclinación natural que corre por
nuestras venas y que si no sabemos dominar nos sumerge en el sufrimiento y la
soledad.
El evangelio pone el corazón del hombre en
tensión. En sana tensión. Entre lo que debe amar y abrazar y lo que no quiere
dejar ni abandonar. El evangelio es la voz del Espíritu que nos conduce, nos
mueve, nos empuja a vivir de una manera. Es la fuerza de Dios que nos saca de
las propias comodidades para conducirnos hacia adelante. Hacia una
configuración con los sentimientos del Hijo.
Muchos de los discípulos cuando se dieron
cuenta del programa de vida de Jesús dijeron: «Este discurso es bien duro:
¿quién podrá escucharlo?». Esas personas seguramente fueron testigos de muchos
de sus milagros. Es probable que se hayan saciado con el pan y el pescado en el
milagro de la multiplicación. Esos hombres y mujeres que no continuaron cerca
de Jesús podemos ser cualquiera de nosotros. Nuestra vocación de cristiano nos
exige vivir al estilo de Jesús. Reproducir en nosotros gestos de amor, ternura
y misericordia.
Si profundizamos en las enseñanzas del
evangelio nos encontraremos que Jesús nos pide rezar por nuestros enemigos,
perdonar siete veces siete, ofrecer lo que tenemos al que no tiene, poner la
otra mejilla cuando ya nos han dado una bofetada. ¡Claro que es exigente! Y con
razón muchos dijeron «Este discurso es bien duro: ¿quién podrá escucharlo?».
Jesús pretende que nuestro corazón haga un
cambio. Que se renueve, que se convierta, que gire en torno a otro centro que
no sea el propio ombligo. Que tenga horizontes más amplios que el propio
bolsillo. Que el corazón pueda albergar algo más que resentimiento, reproche y
queja. Que nuestras manos se abran para amar y servir y no sigan apretadas y
mezquinas metidas en los propios bolsillos.
Cuando Jesús pregunta a los doce: «¿También
ustedes quieren irse?», Pedro, siendo consciente de la dificultad del camino
pero también de la gracia divina que nunca falta responde con humildad: «Señor,
¿a quién iremos? Tú tienes Palabras de vida eterna.»
¿Estás dispuesto a poner tu corazón en
sintonía con el programa de vida que propone el evangelio?
P. Javier
Rojas sj
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