«Tres aspectos de una conversión»



39 En aquellos días, levantándose María, fue de prisa a la montaña, a una ciudad de Judá;  40 entró en casa de Zacarías y saludó a Elisabet.  41 Y aconteció que cuando oyó Elisabet la salutación de María, la criatura saltó en su vientre, y Elisabet, llena del Espíritu Santo,  42 exclamó a gran voz: -- Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre.  43 ¿Por qué se me concede esto a mí, que la madre de mi Señor venga a mí?,  44 porque tan pronto como llegó la voz de tu salutación a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre.  45 Bienaventurada la que creyó, porque se cumplirá lo que le fue dicho de parte del Señor.  46 Entonces María dijo: "Engrandece mi alma al Señor  47 y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador,  48 porque ha mirado la bajeza de su sierva, pues desde ahora me dirán bienaventurada todas las generaciones,  49 porque me ha hecho grandes cosas el Poderoso. ¡Santo es su nombre,  50 y su misericordia es de generación en generación a los que le temen!  51 Hizo proezas con su brazo; esparció a los soberbios en el pensamiento de sus corazones.  52 Quitó de los tronos a los poderosos y exaltó a los humildes.  53 A los hambrientos colmó de bienes y a los ricos envió vacíos.  54 Socorrió a Israel, su siervo, acordándose de su misericordia  55 -- de la cual habló a nuestros padres -- para con Abraham y su descendencia para siempre".  56 Se quedó María con ella como tres meses; después se volvió a su casa.

Lc 1, 39-56   

Hemos oído hablar muchas veces de la “conversión” espiritual o religiosa de las personas. Historias en las que se relata la manera particular de transformación de sus vidas a partir del encuentro personal con Dios.
Pero no solamente en nuestra fe cristiana existen alusiones a la intervención divina que transforma la vida humana. Fuera del cristianismo se habla de la iluminación o del nirvana que es el estado de liberación que alcanza el ser humano al finalizar su búsqueda.  Independiente de cómo lo llamemos, lo cierto es que los seres humanos hemos tenido y tenemos experiencia de los trascendente. Para nosotros, los cristianos, Dios “se ha metido” en la historia haciéndose hombre. Y en la actualidad sigue presente… De manera especial  en la eucaristía  pero también lo encontramos en la oración, en la lectura de la Palabra de Dios, en los sacramentos…y en los hermanos.
  En pocas palabras los seres humanos tenemos posibilidad de un encuentro personal con Dios. Él lo ha querido así. Dios se hizo hombre para compartir con nosotros su amistad. Él ha tomado la iniciativa de salir a nuestro encuentro para que podamos entablar una relación filial y amorosa.
Ahora bien, ¿cómo vivimos los cristianos esa posibilidad del encuentro personal con Dios? ¿Qué ha significado para nosotros esa revelación de Dios en el transcurso de la historia? ¿Podemos decir que en la raíz del encuentro o conocimiento de Dios hay conversión?
María es el ejemplo de la novedad que hay en nuestra vida cuando nos encontramos con Dios y dejamos que sus palabras aniden en nuestro corazón. Luego de aquel encuentro de la Virgen con el ángel, al enterarse que  Isabel estaba embarazada «fue deprisa» a la casa de su prima.
A partir del gesto amoroso y servicial de Maria quisiera resaltar tres elementos que están presentes en el corazón de quienes se dejan transformar por Dios. La Virgen es el modelo de respuesta genuina y generosa al Amor primero. La «prisa» que muestra por ir a la casa de su pariente es reflejo de quien funda su vida en la gratuidad de Dios.
El primer elemento que da cuenta de una transformación interior es una «escucha atenta». Cuando nuestro corazón «ha tocado el misterio» se vuelve más prudente y atento. No separa los buenos de los malos como lo hacen los mundanos que miran el mundo según su propio juicio y quieren imponer su razón. Quien tiene una escucha atenta no sólo tiene en cuenta lo que se dice sino también lo que se calla. Contempla la realidad con ojos de niño, asombrándose de lo que acontece sin volcar sobre ello el juicio adulto. La escucha atenta es una actitud que se cultiva.
Esta fue la primera actitud de María en el momento en que escuchó decir al ángel que su prima Isabel estaba embarazada. Comprendió que debía estar con ella para cuidarla porque en su vejez había concebido un hijo.
Escuchar atentamente es esencial si queremos cuidar de los que amamos. Al hacerlo somos empáticos con ellos. Podemos percibir lo que están viviendo y sintiendo como si estuviéramos en su lugar.
El segundo elemento que da cuenta de una sincera conversión es el «Reconocimiento y aceptación humilde de lo que somos». El Magnificat de María no es un canto de vanidad ni de orgullo, sino un gesto de reconocimiento amoroso de su fragilidad. Quien aprende a mirar su propia condición natural, frágil y débil, con bondad, reconoce más fácilmente el poder de Dios. María reconoce que será llamada «bienaventurada» no porque crea que es el título que mejor le viene por haber sido elegida para ser madre del Salvador, sino porque la humanidad entera reconocerá que Dios escoge lo frágil y débil para hacerse presente con fuerza y poder.
Cuando somos conscientes de nuestras propias fragilidades no hay lugar para el orgullo ni la vanidad. Porque todo bien que desciende de arriba se cultiva en el caldo de la aceptación amorosa de todo lo que somos. Y sólo entonces somos fuertes en nuestra debilidad porque Dios nos sostiene. 
Por eso me resulta “extraño” que quienes dicen haber tenido un encuentro profundo con Dios vayan por el mundo deseando ser tratados con pleitesía.
Y el tercer elemento que forma parte de un corazón transformado es «El servicio genuino» que no busca el aplauso fácil y adulador. El servicio es genuino cuando crea comunión con los demás  no cuando los espanta o segrega. Es sorprendente encontrarse con personas que no son capaces de darse cuenta de que el “servicio” que realizan por “puro amor de Dios” genera discordia, malestar  y  división con los demás. En nuestras Iglesias abundan los “servidores compulsivos” que no son capaces de reconocer la viga que llevan en su ojo porque están obsesionados por quitar la pelusa del ojo ajeno. Se proponen como modelo de servicio desinteresado cuando en realidad lo que buscan es no perder un milímetro de espacio en las baldosas de las sacristías.  
¡No servimos para tener poder! Sino que el «poder es servicio» como insiste tanto el Papa Francisco.
María se puso al servicio de su prima Isabel no para ganar poder, sino porque del corazón humilde nace el servicio genuino.
Pidamos a Nuestra Madre, que nos enseñe a vivir atentos y despiertos, conscientes de quienes tenemos cerca de nosotros. No podemos vivir como extraños debajo de un mismo techo. Pidamos también que nos ayude a aceptar nuestras fragilidades y a confiar que Dios se hace fuerte en quienes saben reconocer su poder. Y finalmente, que nos ayude a examinar seriamente el servicio que ofrecemos a los demás para que nazca de corazones reconciliados y no «revanchistas».

P. Javier Rojas sj

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