A Ignacio de Loyola se le ha calificado casi siempre de estratega y duro asceta, mientras la mística se reservaba a Juan de la Cruz, Teresa de Jesús y otros. Quizás ha influido en ello el modo austero de expresarse y el sentido práctico de llevar a cabo su compromiso apostólico en el mundo.
(…) En su Autobiografía se refiere siempre a sí mismo como el «peregrino»: peregrino en búsqueda del Absoluto. De entre todas las experiencias que tuvo, destaca la que recibió en Manresa, a las orillas del Cardoner, y de la cual dejó algún rastro en sus Ejercicios Espirituales. Otro lugar donde vislumbrar su mundo interior son las notas que se conservan de su Diario espiritual. En esas páginas dejó constancia de las lágrimas incontenibles que brotaban de sus ojos, hasta el punto que los médicos le prohibieron que se alargara en sus oraciones para que no quedase ciego.
Pedro Miguel Lamet

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